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El primer viaje del
Démeter.
El
fundador de un mito de la literatura y el cine hace un siglo de haber fallecido.
Mala suerte
El 20 de abril de 1912, Abraham Stoker dejó este
mundo. Hace ya cien años. Este dublinés estudió en el Trinity College de Londres, una de las mejores escuelas de su
momento, tuvo de rival de amores ni más ni menos que a Óscar Wilde; y le ganó
la mano y el resto del cuerpo de la bella Florence Balcome. Fue crítico teatral,
novelista, dramaturgo, administrador del Lyceum
Theatre, lo cual llevaba ser esclavo
de Henry Irving (considerado uno de los
mejores actores de su tiempo y el primero en ser nombrado caballero). Fue
esposo, padre, tío, hijo y muchas otras
cosas, seguramente. Pero si Abraham,
Bram, Stoker tiene un lugar en la
Historia de la Literatura Universal no
es por todo esto, sino por ser el creador de Drácula.
Y el por qué
de que el padre del vampiro mayor, este respetable ancestro de toda la
horda de chupa-sangres que nos invadió todo el siglo pasado, y de lo que
llevamos del actual, no sea recordado
como a otro grande de esa época es muy
sencillo: mala suerte. Bram Stoker tuvo
mala suerte en vida y también a la hora de su deceso; el cuál ocurrió en la
misma semana del hundimiento del Titanic.
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Drácula VS la modernidad
¿El secreto de semejante fenómeno? Fácil: Bram
Stoker fue un gran observador de su tiempo, y su tiempo fue uno de grandes y
sustanciales cambios. Se sabía en colisión con una modernidad que habría de
cambiar al mundo y tomó los viejos temores, el folclore, las tradiciones y otros temas ya utilizados por otros grandes
y venerables colegas (Poe, Le Fanu, Polidori, Byron, Dumas, Turgueniev) y los contrapuso
a esa modernidad. El conde, entonces, representa la oscuridad, la vieja y
siniestra Europa, que decide salir a un mundo nuevo, representado por Londres, la
gran capital literaria del sigo XIX junto con Francia y Rusia. Pero se topa con un grupo de valientes que le cerrarán el paso y lo remitirán a las
tinieblas de las que ha emergido.
No es casualidad que en el selecto grupo de cazadores de vampiros estén concentradas dos las profesiones que habrían de marcar derroteros en el siguiente siglo: la medicina y la psiquiatría. También un vaquero, representante del nuevo mundo que, hay que ver, es la única baja al final de la historia (¿la inexperiencia de la joven América contra la pericia de la madura Europa?). Stoker, además, se sirve de ciencia y religión para luchar contra el Mal, como si la diferencia entre ambas ni existiera ni tampoco estuviera acentuada por El origen de las especies, publicada en 1859. Estacas de madera, ajos y crucifijos comparten con máquinas de escribir, telegramas, fonógrafos el mismo poder.
Otros detalles que vuelven a Drácula una obra
imperecedera es que sirve como espejo de
nuestros tiempos: Stoker representó en
su monstruo la preocupación victoriana por la inmigración y la mixtura de razas,
misma que ahora se vive en algunos sectores de Estados Unidos cuando se trata
de la actual “invasión” latina. La forma
en que Drácula esparce no vida a otros cuerpos es la preocupación del autor por
la enfermedad del momento: sífilis, la cual se transmite por el contacto sexual
y fluye por la sangre, al igual que en nuestros días el SIDA (aclarando el
punto de que éste último no sólo se transmite por relaciones sexuales).
Abraham Stoker representó en su Drácula a la “Nueva Mujer”: movimiento feminista que habían logrado
levantar la voz contra una sociedad regida por hombres y que generaba tanto
admiración como desconfianza por varios sectores de la sociedad victoriana. La nueva mujer está representada por la
valiente y sufrida Mina Murray (a la postre Mina Harker), que escribe a máquina
de escribir tan rápido como cualquiera, es taquígrafa y será la luz del farol por
la cual los hombres llegarán al enfrentamiento final. Mina, pues, pertenece al
mismo club literario de Ana Karenina, Emma Bovary, Jane Eyre e Irene Adler.
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Cine y literatura
Drácula encontró en el cine el mejor vehículo para transitar
el siglo XX; no en balde, junto con
James Bond y Sherlock Holmes, es de los personajes más recurrentes de la
industria. A pesar de que Florence negó ceder los derechos del libro a F.W.
Murnau, es bien sabido que el ratonil conde Orlok es apenas la primera
metamorfosis cinematográfica del descendiente de Atila. Después vinieron todos los demás, los Bela Lugosi, Christopher
Lee, Frank Langella, Jack Palance, Germán Robles, Gary
Oldman, Gerald Butler, y un largísimo etcétera.
Desde las versiones apegadas a la novela hasta las más alejadas, como Underworld, todas, de una u otra manera,
han bebido del pecho abierto del conde.
Y en literatura, Drácula
dejó tras de sí toda una tradición que sigue y sigue; incluso con algunas
variantes notables como los vampiros de Anne Rice; el Ansia, de Whitley
Strieber; la Trilogía de la oscuridad,
de Guillermo del Toro y Chuck Hogan (que en el primer libro hace un trasunto
maravilloso de la llegada de Drácula a Inglaterra, colocando a su vampiro en un
avión vacío que acaba de llegar al John F. Kennedy). El fenómeno de Crepúsculo ha generado un
exceso del mito del vampiro creado por Bram Stoker, y aunque ha avivado el interés por el público más joven, no hay nada
más alejado al viejo conde de los Cárpatos que una versión vampírica de Beverly Hills 90210. En palabras del mismo Drácula: “En lo que a mí concierne, no busco ni la
alegría ni la diversión, menos aún la felicidad que obtienen los jóvenes por un
bello día de sol y el murmullo del agua”*.
Bram Stoker hizo el pasado veinte de abril cien años
de muerto. En su momento, el hundimiento del Titanic relegó la necrología a un
pequeño espacio en algún periódico. No
importa. El barco tuvo que esperar casi un siglo para ser revivido; Stoker, de
la mano de su criatura, lleva mucho más tiempo colgado de la inmortalidad.
*Drácula,
edición de Mondadori, 2005.