martes, 17 de febrero de 2015

La vida es como una mala canción.

Reinó el silencio.
La reunión había acabado y era el momento de regresar cada uno a su lugar. Muchos ni si quiera quisimos entrar a la sala de juntas; las últimas dos veces fue para dar malas noticias disfrazadas de buenas o para dar anuncios oficiales cuyas omisiones resultaron ser lo realmente importante.
Era el estilo.

Aquella vez fuimos convocados para la presentación oficial de los nuevos jefes: tres hombres llegados de fuera que venían a cubrir puestos especializados. Si ellos estaban calificados o no para esos puestos, era algo que sabríamos con el paso de los días. En ese momento lo importante era la presentación, que resultó durar menos de lo planeado. Nadie decía nada.

Cada uno de ellos había dado un paso al frente, dicho su nombre, lo agradecidos que estaban con el director por la oportunidad, y, por supuesto, la amenaza velada: “Ya nos iremos conociendo y sabiendo qué hace cada uno de ustedes”. Pero ya. No sé si esperaban una ronda de preguntas y respuestas, o qué diablos.

Estaba el director por terminar la reunión cuando uno de ellos, el más flaco, dio un paso adelante. Dijo: Yo quiera comentar algo, si el director me lo permite. El director se lo permitió y nosotros, qué de otra, tuvimos que chutarnos el pequeños sermón.
Dijo el nuevo jefe:


“Quiero que estén bien conscientes de dónde están y den gracias. Afuera, afuera las cosas están muy fuertes y hay una fila enorme de gente esperando a ocupar sus puestos. Pero eso no es todo, deben estar agradecidos porque hasta los extranjeros, gringos, europeos, suecos, se pelean los puestos en México. De verdad. Quieren venir a trabajar acá por los buenos salarios y las prestaciones que no tienen en sus países; en serio, muchachos, no saben lo afortunados que son. Allá, si bien les va, tendrán un día de descanso; no como acá, como nosotros. De verdad. Piénsenlo”.


Otro silencio. Incómodo silencio.
Al cabo, por fin dieron la orden de regresar a trabajar. Creí que la única inteligencia ofendida había sido la mía y, sin embargo, no fue así. Fue la comidilla por semanas, y por semanas, comentando lo ocurrido con mis compañeros, al recordar las palabras de aquel sujeto, no pude quitarme de encima la sensación de estar en una canción, en una muy mala, en una de Arjona.


Así de jodida estaba la cosa.  

jueves, 24 de julio de 2014



La importancia de un nuevo nombre



Tantos años para llegar a ocupar el privado de la oficina y ahora que por fin lo logró, Juanito  intuye que le falta algo.  No lo sabe a ciencia cierta, sólo sabe que ahí, en la soledad de su nuevo  privado, algo necesita. Tamborilea los dedos sobre el teléfono y se decide a marcar; el timbre suena al otro lado de la pared, lo escucha casi como si sonara junto a él. Piensa: <<Voy a decirle al coordinador, que es mi cuate, que mande a tirar esta pinche pared de tabla roca y me ponga una de concreto… Hasta la respiración de esos puedo escuchar>>.  El teléfono suena una y otra vez. Nadie contesta. Juanito espera y cuando el tono de llamada tuerce en el de ocupado, cuelga. Respira hondo. Sabe que Nancy está ahí, pero sabe también que es una de tantas envidiosas que no vieron con buenos ojos su reciente ascenso. No contestará el teléfono, ella misma se lo ha dicho: <<No voy a ser tu secretaria>>.
La llama entonces, y la muy cabrona espera hasta dos minutos para levantarse de su lugar y atender el llamado del nuevo jefe. <<¿Qué pasó, Juan?>>, dice ella, seca, hastiada,  y se queda parada en el marco de la puerta. Nada de: <<¿En qué le puedo ayudar, licenciado?>> , <<¿Se le ofrece algo, licenciado, quiere que tome nota de su dictado, quiere un café…? Licenciado>>, como Juanito entendía que debería ser una subordinada con su jefe. Pero no con ella que había sido su par durante tanto tiempo, juntos habían sufrido las mismas ninguneadas e injusticias. <<Nada>>, le dice Juanito, <<Olvídalo>>, y luego piensa: <<¿Qué chingaos vas  a saber tú, pinche analista mediocre?>>.
Ella, como tantos otros en la oficina, lo mira con envidia, hablan incluso de él a sus espaldas. Puro ardor porque no tuvieron la suerte de ser cuate del nuevo jefe, de haber estado ahí para alabar hasta el más  sonado de sus errores y decirle que la culpa, por supuesto, no era de él porque él era el jefe y el jefe siempre tenía la razón. “Arrastrado”, le dirán algunos, pero Juanito se dice a sí mismo estratega; tanto que cada limpiada de bota le ha retribuido ese puesto, creado exclusivo para él.  Que se jodan, ahora es jefe y lo tienen que tratar como tal. Hasta su estátus de Facebook cambió, también su foto en las otras redes sociales donde se le va en mandar mensajes de superación personal y laboral.
Pero algo sigue faltándole a Juanito. Ya tendrá tiempo de averiguarlo, eso sí lo sabe. Descuelga el teléfono y marca al banco: va a  pedir un préstamo a cuenta de su nuevo y  jugoso sueldo. La ejecutiva de cuenta lo trata con el protocolo dictaminado para quien se ha presentado como “Jefe de la secretaría ejecutiva anexa a la coordinación general”. La mujer del otro lado de la línea le pregunta su nombre, y es en ese momento cuando Juanito sabe lo que le falta.
No puede presentarse como antes, como Juan Pablo Pérez Cova, no, ni loco. Su nombre debe sonar acorde a su puesto. La ejecutiva, tras los segundos de silencio,  le pregunta si sigue en la línea, y Juanito, titubeante, contesta: <<Acá sigo, señorita>>. Ella le vuelve a pedir su nombre completo y él duda… ¿Qué nombre? Juan Pérez no, es vulgar de tan habitual, puede ser Pablo Cova; ése, de hecho, le gusta más pero le falta algo, un plus que le diera la categoría que ahora requería. Pensó en Jean, que le suena francés, pero le vino a la cabeza el nombre de un actor de esas teleseries gringas que eran su fascinación de adolescente, y se decidió por ese: Ian. <<Ian Pablo Cova>>, dijo a la ejecutiva y ahora fue ella quien guardó silencio por unos segundos. ¿Había sido una risa velada por la mano tapando la bocina del teléfono lo que escuchó? Estaba por decir algo o no decir nada y colgar cuando la mujer le pidió su edad.
Acabada la llamada telefónica, Juanito piensa en su nuevo nombre;  lo dice a media voz para que Nancy no lo escuche.  No termina de convencerse. Algo en la combinación no suena del todo bien, pero es la única que se le ocurre. Esa misma noche, al salir de su nuevo privado, Juanito piensa en cómo se verá su nombre en la puerta. Ahora, seguro de que no hay nadie cerca, lo dice en voz alta y así parece sonar mejor. Antes de irse decide que sí, mandará a poner su nombre en la puerta. Se lo pedirá al coordinador. <<En la próxima reunión le haré notar lo acertado de sus decisiones y luego se lo pediré>>, piensa y se va. Feliz.

miércoles, 30 de abril de 2014



"Se miraron, presas del desconcierto que no los había embargado todo el rato desde que él se levantara con el insoportable dolor de cabeza y luego lo hiciera  ella, completamente desnuda; igual y si llevaran  encima el peso de los años de rutina, cuando la piel al aire no  representa  novedad alguna y las ansias han sido reemplazadas por una fría mirada capaz de encontrar en ese cuerpo, otrora besable, otrora perfecto, todos los defectos"   


jueves, 5 de diciembre de 2013



Medianoche en México, de Alfredo Corchado.


Una de las frases de Medianoche en México debería tomarse  como dogma de fe: “Todo cambio lleva su tiempo”. Han pasado  trece años desde el arribo del PAN al poder, y apenas uno de su salida. El PRI gobernó por más de setenta años.  Ahora  está de regreso.

Pareciera, entonces, que la tesis del autor es que el cambio en México ahí viene; muy lento, pero viene. Y eso que Alfredo Corchado despliega en muchas partes  de su libro una verdadera fe en el cambio, en el logro de esa quimera llamada “el sueño mexicano”.  

Todo comienza con una llamada de advertencia: ha surgido la amenaza de muerte para un periodista estadounidense radicado en México. Alfredo la recibe en su departamento de Coyoacán, en el Distrito Federal, y de inmediato llama a sus contactos. Aunque no es la primera vez que recibe una advertencia de ese tipo, no es para tomarlo a la ligera: la amenaza parece venir de los Zetas, el grupo armado más violento en la historia de un país históricamente violento.

A partir de ahí comienza el descenso a las tinieblas que tan bien indica el subtítulo del libro. Alfredo Corchado entrelaza los hechos que siguieron a la advertencia con su propia historia, en un tiempo que pareciera muy lejano, pero que no lo es. Un tiempo donde los trabajadores mexicanos cruzaban todos los días la frontera para trabajar en Estados Unidos, y regresaban a México con la misma tranquilidad por la tarde o por la noche.

Corchado impregna su libro por un amor que podría ser hasta cursi. Pero no. Es el amor de un migrante, de alguien que de principio no se quería ir de su país, y que después, cuando entendió su nueva naturaleza, no hizo más que soñar con el regreso, en hacer algo por la tierra de su familia, de sus ancestros. En ese tono, el libro es también la crónica del desencanto, la pérdida de esa inocencia que los estadounidenses tanto se ufanan (o se ufanaban1). Es la narrativa de la fe menguante.

Pese a su deseo de quedarse, de esperar por ese cambio iniciado con la elección de Vicente Fox en el 2000,  el país  golpea al  narrador una y otra vez; y este termina por contarnos lo que ya sabemos, mas siempre desde el punto de vista narrativo de una  Pandora que se asoma al la caja recién abierta: la corrupción endémica, enraizada hasta la médula en un país que bien compara con un cuerpo enfermo; la lista creciente de muertos (comparada solo con la lista de los implicados en el narcotráfico), el baño de sangre, Ciudad Juárez convertido en un dantesco círculo del infierno. 


Las últimas partes del libro son quizás las más desgarradoras: entreverado con su historia personal, el autor, completamente desencantado de México, nos narra el funeral de un grupo  jóvenes que fueron asesinados por error en una fiesta, su acercamiento con los padres, el dolor en carne viva. En contraposición, cuenta también un hecho de lo más habitual: un acto de corrupción que, sin embargo, sirve para ejemplificar la podredumbre del sistema; sin importar el partido político.

Al final, como si de una novela circular se tratara, Alfredo Corchado vuelve al inicio de todo. Una vez más, cuando pareciera vislumbrar una luz al final del túnel, una señal de que el ansiado cambio existe (o al menos comienza a avanzar un poco más rápido), otra llamada del mismo contacto le pone los pies en la tierra.

Al cerrar el libro,  la última frase queda prensada de uno, y uno se duerme; y al día siguiente, al poner las noticias, no se puede evitar el impulso de abrir de nuevo el  libro y leer esa frase una y otra vez, y aceptarlo: Alfredo Corchado tiene razón. Es medianoche en México, y faltan muchas  horas para el amanecer.


 ANOTACIONES

1.         En un documental  de la BBC de Londres, Carlos Fuentes  señala que esa inocencia, una de las virtudes de los Estados Unidos, no puede existir en un mundo que ha conocido los campos de concentración, el gulag, y tantos otros horrores a lo largo del siglo XX. 

lunes, 22 de abril de 2013




Libros (en su día)

Hay varias fechas a las que critico y no celebro por ser, para mí, una mera pose comercial o, muchas veces,  hasta un insulto velado. Así pues, para mí no hay ni día del abuelo, ni día del amor y la amistad, ni día internacional de la mujer y así, tantas otras. Sin embargo, hoy, 23 de abril, día en que se celebra a los libros (esos compañeros de viaje que hacen la vida más llevadera y mantienen a la soledad a raya cuando ésta se pone pesada), sí pienso hacer mención.  En el afán de no contradecirme tanto, no saldré corriendo a comprar un libro hoy. No, hoy no; en cambio sí  ofrezco el inicio de muchas obras  a las que tanto les debo y me hacen el honor de dormir en mi cementerio personal y de ser parte de mi ADN.



Drácula, por Bram Stoker

I.- DEL DIARIO DE JONATHAN HARKER
Bistritz, 3 de mayo. Salí de Münich a las 8:35 de la noche del primero de mayo, llegué a Viena a la mañana siguiente, temprano; debí haber llegado a las seis cuarenta y seis; el tren llevaba una hora de retraso. Budapest parece un lugar maravilloso, a juzgar por lo poco que pude ver de ella desde el tren y por la pequeña caminata que di por sus calles. Temí alejarme mucho de la estación, ya que, como habíamos llegado tarde, saldríamos lo más cerca posible de la hora fijada. La impresión que tuve fue que estábamos saliendo del oeste y entrando al este. Por el más occidental de los espléndidos puentes sobre el Danubio, que aquí es de gran anchura y profundidad, llegamos a los lugares en otro tiempo sujetos al dominio de los turcos.







El Conde de Montecristo, por Alejandro Dumas
 
El 24 de febrero de 1815, el vigía de Nuestra Señora de la Guarda dio la señal de que se hallaba a la vista el bergantín El Faraón procedente de Esmirna, Trieste y Nápoles. Como suele hacerse en tales casos, salió inmediatamente en su busca un práctico, que pasó por delante del castillo de If y subió a bordo del buque entre la isla de Rión y el cabo Mongión. En un instante, y también como de costumbre, se llenó de curiosos la plataforma del castillo de San Juan, porque en Marsella se daba gran importancia a la llegada de un buque y sobre todo si le sucedía lo que al Faraón, cuyo casco había salido de los
astilleros de la antigua Focia y pertenecía a un naviero de la ciudad.







Ana Karenina, por León Tolstoi.

Todas las familias felices se parecen unas a otras; pero cada familia infeliz tiene un motivo especial para sentirse desgraciada.















Madame Bovary,  por Gustave Flaubert     
Estábamos en la sala de estudio cuando entró el director. Es seguido de un “novato” con atuendo pueblerino y de un celador cargado con un gran pupitre. Los que dormitaban se despertaron, y todos se fueron poniendo de pie como si los hubieran sorprendido en su trabajo.
El director nos hizo seña de que volviéramos a sentarnos; luego, dirigiéndose al prefecto de estudios, le dijo a media voz:
   -Señor Roger, aquí tiene un alumno que le recomiendo, entra en quinto. Si por su aplicación y su conducta lo merece, pasará a la clase de los mayores, como corresponde a su edad. 






Historia de dos ciudades, por  Charles Dickens
Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos, la edad de la sabiduría, y también de la locura; la época de las creencias y de la incredulidad; la era de la luz y de las tinieblas; la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperación. Todo lo poseíamos, pero no teníamos nada; caminábamos en derechura al cielo y nos extraviábamos por el camino opuesto. En una palabra, aquella época era tan parecida a la actual, que nuestras más notables autoridades insisten en que, tanto en lo que se refiere al bien como al mal, sólo es aceptable la comparación en grado superlativo.










Los hermanos Karamazov, por Fedor Dostoyevski         
Alexei Fiodorovitch Karámazov era el tercer hijo de un terrateniente de nuestro distrito llamado Fiodor  Pavlovitch, cuya trágica muerte, ocurrida trece años atrás, había producido sensación entonces y todavía se recordaba. Ya hablaré de este suceso más adelante. Ahora me limitaré a decir unas palabras sobre el «hacendado», como todo el mundo le llamaba, a pesar de que casi nunca había habitado en su hacienda. Fiodor Pavlovitch era uno de esos hombres corrompidos que, al mismo tiempo, son unos ineptos -tipo extraño, pero bastante frecuente- y que lo único que saben es defender sus intereses. Este pequeño propietario empezó con casi nada y pronto adquirió fama de gorrista. Pero a su muerte poseía unos cien mil rublos de plata. Esto no le había impedido ser durante su vida uno de los hombres más extravagantes de nuestro distrito. Digo extravagante y no imbécil, porque esta clase de individuos suelen ser inteligentes y astutos. La suya es una ineptitud específica, nacional.





El viejo y el mar, por Ernest Hemingway             
Era un viejo que pescaba solo en un bote en la corriente del Golfo y hacía ochenta y cuatro días que no cogía un pez. En los primeros cuarenta días había tenido consigo a un muchacho. Pero después de cuarenta días sin haber pescado, los padres del muchacho le habían dicho que el viejo estaba definitiva y rematadamente salao lo cual era la peor forma de la mala suerte; y por orden de sus padres, el muchacho había salido en otro bote, que cogió tres buenos peces la primera semana. Entristecía al muchacho ver al viejo regresar todos los días con su bote vacío, y siempre bajaba a ayudarle a cargar los rollos de sedal o el bichero y el arpón y la vela arrollada al mástil. La vela estaba remendada con sacos de harina y, arrollada, parecía una bandera en permanente derrota.








Pedro Páramo, por Juan Rulfo


Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo. Mi madre me lo dijo. Y yo le prometí que vendría a verlo en cuanto ella muriera. Le apreté sus manos en señal de que lo haría; pues ella estaba por morirse y yo en plan de prometerlo todo. «No dejes de ir a visitarlo -me recomendó-. Se llama de otro modo y de este otro. Estoy segura de que le dará gusto conocerte.» Entonces no pude hacer otra cosa sino decirle que así lo haría, y de tanto decírselo se lo seguí diciendo aun después que a mis manos les costó trabajo zafarse de sus manos muertas.













El gran Gatsby, por Scott Fitzgerald
En mis años mozos y más vulnerables mi padre me dio un consejo que desde aquella época no ha dejado de darme vueltas en la cabeza.

“Cuando sientas deseos de criticar a alguien” -fueron sus palabras- “recuerda que no todo el mundo ha tenido las mismas oportunidades que tú tuviste.”











Dos crímenes, por Jorge Ibargüengoitia
La historia que voy a contar, empieza una noche en que la policía violó la Constitución. Fue también la noche en que la Chamuca y yo hicimos una fiesta para celebrar nuestro quinto aniversario, no de boda, porque no estamos casados, sino de la tarde de un trece de abril en que ella "se me entregó" en uno de los restiradores del taller de dibujo del Departamento de Planeación. Había una tolvanera cerrada que no dejaba ver ni el Monumento de la Revolución que está a dos cuadras; yo era dibujante, la Chamuca había estudiado sociología, pero tenía plaza de mecanógrafa, los dos trabajábamos horas extras, no había nadie en la oficina. A la fiesta de aniversario habíamos invitado a seis de nuestros mejores amigos, cinco de los cuales llegaron a las ocho cargados de regalos: el Manotas con el libro de Lukács, los Pereira con el jorongo de Santa Marta, Lidia Reynoso con unos platos de Tzinzunzan y Manuel Rodríguez con dos botellas de vodka del mejor que había conseguido a través de un amigo suyo que trabajaba
en la Embajada Soviética.





Aura, por Carlos Fuentes
                                                          
LEES ESE ANUNCIO: UNA OFER TA DE ESA NATURALEZA no se hace todos los días. Lees y relees el aviso. Parece dirigido a ti, a nadie mas. Distraído, dejas que la ceniza del cigarro caiga dentro de la taza de te que has estado bebiendo en este cafetín sucio y barato. tu releerás. Se solicita historiador joven. Ordenado. Escrupuloso. Conocedor de la lengua francesa. Conocimiento perfecto, coloquial. Capaz de desempeñar labores de secretario. Juventud, conocimiento del francés, preferible si ha vivido en Francia algún tiempo. Tres mil pesos mensuales, comida y recamara cómoda, asoleada, apropiada estudio. Solo falta tu nombre. Solo falta que las letras mas negras y llamativas del aviso informen: Felipe Montero. Se solicita Felipe Montero, antiguo becario en la Sorbona, historiador cargado de datos inútiles, acostumbrado a exhumar papeles amarillentos, profesor auxiliar en escuelas particulares, novecientos pesos mensuales. Pero si leyeras eso, sospecharías, lo tomarías a broma. Donceles 815. Acuda en persona. No hay teléfono.






La guerra del fin del mundo, por Mario Vargas Llosa

El hombre era alto y tan flaco que parecía siempre de perfil. Su piel era oscura, sus huesos prominentes y sus ojos ardían con fuego perpetuo. Calzaba sandalias de pastor y la túnica morada que le caía sobre el cuerpo recordaba el hábito de esos misioneros que, de cuando en cuando, visitaban los pueblos del sertón bautizando muchedumbres de niños y casando a las parejas amancebadas. Era imposible saber su edad, su procedencia, su historia, pero algo había en su facha tranquila, en sus costumbres frugales, en su imperturbable seriedad que, aun antes de que diera consejos, atraía a las gentes.











El amor en los tiempos del cólera, por Gabriel García Márquez


Era inevitable: el olor de las almendras amargas le recordaba siempre el destino de los amores contrariados. El doctor Juvenal Urbino lo percibió desde que entró en la casa todavía en penumbras, adonde había acudido de urgencia a ocuparse de un caso que para él había dejado de ser urgente desde hacía muchos años. El refugiado antillano Jeremiah de Saint-Amour, inválido de guerra, fotógrafo de niños y su adversario de ajedrez más compasivo, se había puesto a salvo de los tormentos de la memoria con un sahumerio de cianuro de oro.









El jardín de senderos que se bifurcan, por Jorge Luis Borges

En la página 242 de la Historia de la Guerrra Europea de Lidell Hart, se lee que una ofensiva de trece divisiones británicas (apoyadas por mil cuatrocientas piezas de artillería) contra la línea Serre-Monta uban había sido planeada para el 24 de julio de 1916 y debió postergarse hasta la mañana del día 29. Las lluvias torrenciales (anota el capitán Lidell Hart) provocaron esa demora —nada significativa, por cierto. La siguiente declaración, dictada, releída y firmada por el doctor Yu Tsun, antiguo catedrático de inglés en la Hochschule de Tsingtao, arroja una insospechada luz sobre el caso. Faltan las dos páginas iniciales.










El final del romance, por Graham Greene
Una historia no tiene comienzo ni fin: arbitrariamente uno elige el momento de la experiencia desde el cual mira hacia atrás o hacia adelante. Digo "uno elige" con el orgullo inexacto del escritor profesional que —cuando ha alcanzado alguna notoriedad digna de tenerse en cuenta— fue elogiado por su destreza técnica; pero, en realidad, ¿elijo yo por mi propio arbitrio aquella oscura y húmeda noche de enero de 1946, en el prado comunal, la figura de Henry Miles, sesgada a través del ancho río de lluvia, o son estas imágenes las que me eligen a mí? Conviene sin duda, según las reglas del oficio, comenzar justo en este momento, pero de haber creído entonces en algún Dios, podría haber también creído en una mano tomándome bruscamente del codo y en una voz sugiriéndome: "Háblale; no te ha visto".







Salem´s Lot, por Stephen King

Casi todo el mundo creía que el hombre y el chico eran padre e hijo.
Atravesaron la comarca dirigiéndose sin seguir una dirección muy precisa hacia el sudeste. Viajaban en un viejo Citroen de dos puertas y tomaban preferentemente las carreteras secundarias, que recorrían
en tramos irregulares. Por el camino se detuvieron en tres lugares antes de llegar a su destino: primero en Rhode Island, donde el hombre alto de cabello negro se puso a trabajar en una fábrica textil; después en Youngstown, Ohio, donde trabajó durante tres meses en una línea de montaje de tractores y finalmente en un pueblecito californiano próximo a la frontera con México, donde trabajó como empleado de una gasolinera, además de realizar reparaciones en pequeños coches europeos, con un éxito que a él mismo le resultó tan sorprendente como reconfortante.








El corazón delator, por Edgar Allan Poe

¡Es verdad! Soy nervioso, terriblemente nervioso. Siempre lo he sido y lo soy. pero, ¿podría decirse que estoy loco? La enfermedad había agudizado mis sentidos, no los había destruido ni apagado. Sobre todo, tenía el sentido del oído agudo. Oía todo sobre el cielo y la tierra. Oía muchas cosas del infierno. Entonces,
¿cómo voy a estar loco? Escuchen y observen con qué tranquilidad, con qué cordura puedo contarles toda la historia











Lolita, por Vladimir Nabokov

Lolita, luz de mi vida, fuego de mis entrañas. Pecado mío, alma mía. Lo-lita: la punta de la lengua emprende un viaje de tres pasos desde el borde del paladar para apoyarse, en el tercero, en el borde de los dientes. Lo.Li.Ta.











El club Dumas, por Arturo Pérez-Reverte


El fogonazo de luz proyectó la silueta del ahorcado en la pared. Colgaba inmóvil de una lámpara en el centro del salón, y a medida que el fotógrafo se movía a su alrededor, accionando la cámara, la sombra provocada por el flash se recortaba sucesivamente sobre cuadros, vitrinas con porcelanas, estanterías con libros, cortinas abiertas sobre grandes ventanales tras los que caía la lluvia











Rayuela, por Julio Cortázar
¿Encontraría a la Maga? Tantas veces me había bastado asomarme, viniendo por la rue de Seine, al arco que da al Quai de Conti, y apenas la luz de ceniza y olivo que flota sobre el río me dejaba distinguir las formas, ya su silueta delgada se inscribía en el Pont des Arts, a veces andando de un lado a otro, a veces detenida en el pretil de hierro, inclinada sobre el agua. Y era tan natural cruzar la calle, subir los peldaños del puente, entrar en su delgada cintura y acercarme a la Maga que sonreía sin sorpresa, convencida como yo de que un encuentro casual era lo menos casual en nuestras vidas, y que la gente que se da citas precisas es la misma que necesita papel rayado para escribirse o que aprieta desde abajo el tubo de dentífrico.









Corazón tan blanco, Javier Marías


No he querido saber, pero he sabido que una de las niñas, cuando ya no era niña y no hacía mucho que había regresado de su viaje de bodas, entró en el cuarto de baño, se puso frente al espejo, se abrió la blusa, se quitó el sostén y se buscó el corazón con la punta de la pistola de su propio padre, que estaba en el comedor con parte de la familia y tres invitados.








Y la lista podría extenderse, pero, para no herir  susceptibilidades, prefiero cerrar con  un soneto (mi  favorito) de don Francisco de Quevedo:

DESDE LA TORRE
 SONETO
Retirado en la paz de estos desiertos,
con pocos, pero doctos libros juntos,
vivo en conversación con los difuntos
y escucho con mis ojos a los muertos.
Si no siempre entendidos, siempre abiertos,
o enmiendan, o fecundan mis asuntos;
y en músicos callados contrapuntos
al sueño de la vida hablan despiertos.
Las grandes almas que la muerte ausenta,
de injurias de los años, vengadora,
libra, ¡oh gran don Iosef!, docta la emprenta.
En fuga irrevocable huye la hora;
pero aquélla el mejor cálculo cuenta
                                                                                            que en la lección y estudios nos mejora.







sábado, 13 de abril de 2013

Carta a la gorda amable que llevas dentro, gordibuena odiosa


Querida gordita:
Antes que nada déjame decirte que ya sabíamos todos que ese cuerpo tuyo no era obra de la naturaleza sino  de tu pelea incansable contra la genética que, invariablemente, tarde que temprano  te vencerá.  Lo que sí no sabíamos, al menos yo, es que  esa actitud de emperatriz derrocada no es más que una impostura.  Quién iba a decir que acostumbras las tiendas de oferta; de esas de “Llévese todo lo que pueda por las pocas monedas que traiga en el monedero”. Esa no la vi venir, en verdad.  Pensé que eras diferente, pero resultaste ser un personaje de telenovela: la mujer que niega sus orígenes humildes y trata de aparentar lo que no es.  Un vulgar cliché. Ahora caigo en la cuenta de  tu proceder, de tu mala educación y   desplantes  clasistas,  de tu afán por no tener más filiación que con los directivos  y tu trato casi nulo con los demás; al menos con aquellos que no te sirven de nada o no te sacan el poco trabajo que se te junta.

También quiero felicitarte por tu próxima boda; todos sabemos de ella pues  desde que llegaste no haces otra cosa que ver páginas y páginas con vestidos y vestidos de novia. Espero que tengas la inteligencia para aceptar las letras pequeñas del contrato,  ahí donde dice que  a cambio de la vida de lujos que siempre quisiste (malditas telenovelas), tendrás que soportar las múltiples cuerneadas de tu futuro esposo, porque, te cuento, si los hombres somos poco confiables en estado normal, pues ostentando poder político, mediano o alto, somos menos confiables. Si tus ambiciones están por encima de tu integridad, ¡bien por ti! Es the way of life  que añoraste desde que veías Rosa salvaje o María la del barrio.

Finalmente, y como parte de mis buenos deseos, espero que el momento en que unas tu vida al hombre de tu sueños y tu cuenta bancaria crezca cada quincena, o cada que descubras una marca de rouge en la camisa  de tu flamante marido, llegue  pronto y puedas salir de esa cueva donde te metieron a trabajar y donde, “por pinches quincemil pesos” (dixit tuyo) te explotan.

P. D: Espero  y subas las fotos, estoy seguro que a diferencia de las actuales que hay en tu Face, no tendrás que posar con la mano  cubriendo los restos de tu sexy pancita. 


jueves, 31 de enero de 2013


Californication

(Hank Moody  hates us  all)


La escena no podía ser más provocativa: fade in con los coros celestiales de You can´t always get what You want  de fondo,  un  Porsche negro descapotable  entrando en la avenida principal de la iglesia. Un hombre se baja y apenas entra, arroja su cigarro en la pila de agua bendita.  Al llegar al  altar se tutea con el Cristo del centro como si fueran grandes amigos. A la mitad del prolegómeno aparece una monja que le ofrece al hombre una ayuda; éste le dice su problema: es escritor y está bloqueado. La monja  duda si algún padrenuestro u otras tantas avemarías servirán;  entonces le ofrece una desinteresada mamada ahí, a la mitad del altar.  El hombre duda  primero, pero cuando la monja se quita el tocado de la cabeza y aparece una despampanante rubia, queda más que convencido. La monja baja a darle ayuda ofrecida y el hombre, Hank Moody, sabiendo que se irá al infierno sólo levanta la mano para, desde donde lo vemos, taparle el rostro  al Cristo que permanece impávido mientras la felación continúa.

Éstos son los primeros 2:49 minutos de Californication, serie que nos presenta a Hank  Moody, escritor en paro, adicto al  sexo y  un poco más que un simple bebedor social; trasunto de otro Hank, no tan adicto a las mujeres como alcohol, también  escritor y cuya obra es de culto: Charles Bukowski. Pero este otro Hank realmente está bloqueado. El éxito lo alcanzó apenas unos años atrás, cuando Hollywood se fijó en su novela más famosa (God hates us  all) para convertirlo en una vomitiva comedia  romántica.  Además, Karen,  su musa  y madre Becca, la hija de ambos,  lo ha dejado y está por casarse con otro hombre (uno que sí le propuso matrimonio).  
Este es el hilo argumental de la primera temporada de la serie escrita por Tom Kapinos (coproductor de Dawson´s Creek) y que, desde ese primer capítulo, despertó muchísimas críticas1.


Este  continuo perder-ganar-perder a Karen es el leiv motiv de la serie, sumándole, por supuesto, la pléyade de hermosas mujeres con las que Hank se relaciona.  Y cualquiera diría que esto no da para mucho, pero no es  el caso de  Californication: seis temporadas que han dado los mejores desnudos de la televisión, escenas de sexo  explícitas, tríos y situaciones hilarantes, agudos diálogos  no  aptos para adolescentes  ni para personas de breve y acartonado criterio.


California bloquea a Hank, pero al mismo tiempo le  da la mejor historia de su vida: un caso de pederastia y plagio en la primera temporada que hace sonoros ecos en la segunda,  reaparece como forzado y alrevesado  Deux ex machina  en la tercera, y, finalmente, se resuelve  en la cuarta.  Y Hank, como otros grandes autores2, no puede dejar California atrás. Al inicio de la quinta temporada lo vemos de nuevo como un autor consagrado, en su amada Nueva York, rompiendo con la novia en turno que en pleno restaurante  lo acusa de sodomía, y sin otra que aceptar de mala gana una propuesta de trabajo allá, en California; donde tendrá que quedarse una larga temporada  pues su ahora ex  sodomizada novia le incendia el departamento.

Moody no está solo, y éste es uno de los secretos del éxito de la serie. El segundo a bordo (y que bien pudo haber tenido su propia serie) es Charlie Runkle, el agente literario de Hank: amoral, eyaculador precoz, puñetero compulsivo,  exhibicionista, pero eso sí, gran amigo.  La relación entre autor y editor es del estilo de antaño, cuando el segundo era confesor, compañero de briagas y putas, celestino, encubridor, pues,  de todos los vicios del primero. Charlie también tiene su cuota de mujeres que van desde su secretaria bondage, una inocente actriz de porno barato a una intimidante jefa  que no deja de toquetearlo cada que puede; pero su verdadero amor es Marcy, su esposa al inicio y  corrosiva ex mujer después. Marcy es una chaparrita explosiva, grosera, cocainómana,  cuyo mayor atractivo es ese toque preciso de deliciosa vulgaridad que aplica tanto en su vida privada como profesional (tiene un centro de depilación para estrellas de Hollywood).  

Becca, es el punto de balance: el constante estira y afloja de sus padres la hace madurar rápidamente, y es ella quien tiene que poner en su lugar a Karen y a Hank cuando ellos no parecen encontrarlo. No obstante, víctima del paso de la niñez a la adolescencia, la veremos volverse  un dolor de cabeza muy similar al que sus padres fueron  para ella. 

Karen es la mujer, la amante, la amiga y quizás por este último epíteto  es que soporta todos los desvaríos del escritor.  Karen, junto con Becca, es quien más sufre por el ir y venir de  la relación con Hank, y si bien ha intentado reiniciar su vida otras tantas veces (al punto de dejar plantado al novio  después del “sí, acepto”), es la inercia de ese amor el que siempre la lleva a estar cerca de él.

Californication no debe su título al azar, viene de una canción de los Red Hot Chili Peppers; pero no es lo único:  los nombres de varios capítulos tienen su origen en canciones: In utero, de Nirvana (capítulo 10 de la segunda temporada), Wish you where here, de Pink Floyd (capítulo 1 de la segunda temporada),  Exile on Main St., de los Rolling Stones (Capítulo 1 de la cuarta temporada). De la misma manera, la serie está repleta de referencias a grandes músicos y bandas: Guns n´ roses, Warren Zevon, Oasis, Slayer, WhiteSnake, Jon Bon Jovi, Motley Cure, Rick Springfield (quien aparece en la tercera temporada representándose a sí mismo), Oasis, Led Zeppelin, Queen, y, próximamente, Marilyn Manson. 

Como toda serie de larga vida, Californication ha tenido altas y bajas.  De entre las mejores está la segunda, donde aparece ese maravilloso personaje secundario que es Lew Ashby, quien traba una verdadera amistad con Hank tras una confusión de clítoris en una fiesta. En el lado opuesto, la tercera si bien es  divertida (el episodio 8, The apartment, es de lo  mejor), también es floja y el puente de los dos últimos capítulos se siente demasiado impuesto. La cuarta3 logra levantarse y en la quinta, aunque con momentos, vuelve a bajar un poco. La sexta está por estrenarse en América Latina y veremos si la combinación Hank-Karen-mujeres-alcohol, sexo drogas y rock n´ roll, da  vida para un poco más.

Mientras, no queda más que desear que Hank Moody siga odiando, bebiendo, luchando por su familia, acostándose con cuanta mujer se le cruce, escribiendo…En fin, viviendo.




ANOTACIONES:

1.       Una organización cristiana en Australia envió quejas al por mayor, logrando que la televisora que transmitía la serie perdiera un dineral por los contratos de publicidad cancelados.

2.       Sólo por nombrar a algunos que hicieron suya a la California noir y decadente: Raymond Chandler, Dashiell Hammett, Ross Macdonald, Michael Connelly, James Ellroy, John Fante y, last but not least, el ya mencionado Charles Bukowski.

3.       El final de esta temporada apuntaba para ser el final de la serie: un Hank Moody absuelto de los cargos de corrupción de menores recorre los foros de la película que abordará esa etapa de su vida (es decir, de la primera a esa cuarta temporada). La escenografía de su casa  es la de su casa,  las actrices que representarán a Karen y Becca le recuerdan a Karen y Becca. Y al final lo vemos manejar a toda velocidad, largándose por fin de California,  dejando atrás todo lo que ahora es historia. Ficción dentro de la ficción.