Libros (en su día)
Hay varias fechas a las que critico y no
celebro por ser, para mí, una mera pose comercial o, muchas veces, hasta un insulto velado. Así pues, para mí no
hay ni día del abuelo, ni día del amor y la amistad, ni día internacional de la
mujer y así, tantas otras. Sin embargo, hoy, 23 de abril, día en que se celebra
a los libros (esos compañeros de viaje que hacen la vida más llevadera y
mantienen a la soledad a raya cuando ésta se pone pesada), sí pienso hacer
mención. En el afán de no contradecirme
tanto, no saldré corriendo a comprar un libro hoy. No, hoy no; en cambio sí ofrezco el inicio de muchas obras a las que tanto les debo y me hacen el honor
de dormir en mi cementerio personal y de ser parte de mi ADN.
Drácula, por Bram Stoker
I.- DEL DIARIO DE
JONATHAN HARKER
Bistritz, 3 de mayo. Salí
de Münich a las 8:35 de la noche del primero de mayo, llegué a Viena a la mañana siguiente,
temprano; debí haber llegado a las seis cuarenta y seis; el tren llevaba una
hora de retraso. Budapest parece
un lugar maravilloso, a juzgar por lo poco que pude ver de ella desde el tren y por la pequeña caminata
que di por sus calles. Temí alejarme mucho de la estación, ya que, como habíamos llegado tarde,
saldríamos lo más cerca posible de la hora fijada. La impresión que tuve fue
que estábamos saliendo del
oeste y entrando al este. Por el más occidental de los espléndidos puentes
sobre el Danubio, que aquí es
de gran anchura y profundidad, llegamos a los lugares en otro tiempo sujetos al dominio de los turcos.
El Conde de Montecristo, por Alejandro
Dumas
El 24 de febrero de 1815, el vigía de Nuestra Señora de la Guarda dio la
señal de que se hallaba a la vista el bergantín El Faraón procedente de Esmirna, Trieste y Nápoles. Como
suele hacerse en tales casos, salió inmediatamente en su busca un práctico, que pasó por delante
del castillo de If y subió a bordo del buque entre la isla de Rión y el cabo Mongión. En un instante, y
también como de costumbre, se llenó de curiosos la plataforma del castillo de San Juan, porque en
Marsella se daba gran importancia a la llegada de un buque y sobre todo si le sucedía lo que al Faraón, cuyo
casco había salido de los
astilleros de la antigua Focia y pertenecía a un naviero de la ciudad.
Ana Karenina, por León Tolstoi.
Todas las familias felices se parecen unas a otras; pero cada familia
infeliz tiene un motivo especial para sentirse desgraciada.
Madame Bovary, por Gustave Flaubert
Estábamos en la sala de
estudio cuando entró el director. Es seguido de un “novato” con atuendo
pueblerino y de un celador cargado con un gran pupitre. Los que dormitaban se
despertaron, y todos se fueron poniendo de pie como si los hubieran sorprendido
en su trabajo.
El director nos hizo seña de que volviéramos a
sentarnos; luego, dirigiéndose al prefecto de estudios, le dijo a media voz:
-Señor Roger, aquí tiene
un alumno que le recomiendo, entra en quinto. Si por su aplicación y su conducta lo merece,
pasará a la clase de los mayores, como corresponde a su edad.
Historia de dos ciudades, por Charles Dickens
Era el mejor de los tiempos, era el peor
de los tiempos, la edad de la sabiduría, y también de la locura; la época de las creencias y de la
incredulidad; la era de la luz y de las tinieblas; la primavera de la esperanza y el invierno de la
desesperación. Todo lo poseíamos, pero no teníamos nada; caminábamos en derechura al cielo y nos extraviábamos
por el camino opuesto. En una palabra, aquella época era tan parecida a la actual, que nuestras más
notables autoridades insisten en que, tanto en lo que se refiere al bien como al mal, sólo es aceptable la
comparación en grado superlativo.
Los hermanos Karamazov, por Fedor
Dostoyevski
Alexei
Fiodorovitch Karámazov era el tercer hijo de un terrateniente de nuestro distrito
llamado Fiodor Pavlovitch, cuya trágica muerte,
ocurrida trece años atrás,
había producido sensación entonces y todavía se recordaba. Ya hablaré de este suceso
más adelante. Ahora me limitaré a decir unas palabras sobre el «hacendado», como todo
el mundo le llamaba, a pesar de que casi nunca había habitado en su hacienda.
Fiodor Pavlovitch era uno de esos hombres corrompidos que, al mismo tiempo,
son unos ineptos -tipo extraño, pero bastante frecuente- y que lo único que saben es
defender sus intereses. Este pequeño propietario empezó con casi nada y pronto
adquirió fama de gorrista. Pero a su muerte poseía unos cien mil rublos de
plata. Esto no
le había impedido ser durante su vida uno de los hombres más extravagantes de nuestro
distrito. Digo extravagante y no imbécil, porque esta clase de individuos
suelen ser
inteligentes y astutos. La suya es una ineptitud específica, nacional.
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El viejo y el mar, por Ernest Hemingway
Era un viejo que pescaba solo en un bote
en la corriente del Golfo y hacía ochenta y cuatro días que no cogía un pez. En
los primeros cuarenta días había tenido consigo a un muchacho. Pero después de
cuarenta días sin haber pescado, los padres del muchacho le habían dicho que el
viejo estaba definitiva y rematadamente salao lo cual era la peor forma de la
mala suerte; y por orden de sus padres, el muchacho había salido en otro bote,
que cogió tres buenos peces la primera semana. Entristecía al muchacho ver al
viejo regresar todos los días con su bote vacío, y siempre bajaba a ayudarle a
cargar los rollos de sedal o el bichero y el arpón y la vela arrollada al
mástil. La vela estaba remendada con sacos de harina y, arrollada, parecía una
bandera en permanente derrota.
Pedro Páramo, por Juan Rulfo
Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un
tal Pedro Páramo. Mi madre me lo dijo. Y yo le prometí que vendría a verlo en
cuanto ella muriera. Le apreté sus manos en señal de que lo haría; pues ella estaba por
morirse y yo en plan de prometerlo todo. «No dejes de ir a visitarlo -me
recomendó-. Se llama de otro modo y de este otro. Estoy segura de que le dará gusto conocerte.»
Entonces no pude hacer otra cosa sino decirle que así lo haría, y de tanto decírselo se lo
seguí diciendo aun después que a mis manos les costó trabajo
zafarse de sus manos muertas.
El gran Gatsby, por Scott Fitzgerald
En mis años mozos y más vulnerables mi
padre me dio un consejo que desde aquella época no ha dejado de darme vueltas en la cabeza.
“Cuando sientas deseos de criticar a alguien”
-fueron sus palabras- “recuerda que no todo el mundo ha tenido las mismas oportunidades que tú
tuviste.”
Dos crímenes, por Jorge Ibargüengoitia
La historia que voy a contar, empieza una
noche en que la policía violó la Constitución. Fue también la noche en que la Chamuca y yo
hicimos una fiesta para celebrar nuestro quinto
aniversario, no de boda, porque no estamos
casados, sino de la tarde de un trece de abril en que ella "se me entregó" en uno de
los restiradores del taller de dibujo del Departamento de Planeación. Había una tolvanera cerrada
que no dejaba ver ni el Monumento de la Revolución que está a dos cuadras; yo era dibujante,
la Chamuca había estudiado sociología, pero tenía plaza de mecanógrafa, los dos trabajábamos
horas extras, no había nadie en la oficina. A la fiesta de aniversario habíamos invitado a
seis de nuestros mejores amigos, cinco de los cuales llegaron a las ocho cargados de regalos:
el Manotas con el libro de Lukács, los Pereira con el jorongo de Santa Marta, Lidia Reynoso con
unos platos de Tzinzunzan y Manuel Rodríguez con dos botellas de vodka del mejor que había
conseguido a través de un amigo suyo que trabajaba
en la Embajada Soviética.
Aura, por Carlos Fuentes
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LEES ESE ANUNCIO:
UNA OFER TA DE ESA NATURALEZA no se hace todos los días. Lees y relees el aviso.
Parece dirigido a ti, a nadie mas. Distraído, dejas que la ceniza del cigarro
caiga dentro de la taza de te que has estado bebiendo en este cafetín sucio y
barato. tu releerás. Se solicita historiador joven. Ordenado. Escrupuloso.
Conocedor de la lengua francesa. Conocimiento perfecto, coloquial. Capaz de
desempeñar labores de secretario. Juventud, conocimiento del francés,
preferible si ha vivido en Francia algún tiempo. Tres mil pesos mensuales,
comida y recamara cómoda, asoleada, apropiada estudio. Solo falta tu nombre.
Solo falta que las letras mas negras y llamativas del aviso informen: Felipe
Montero. Se solicita Felipe Montero, antiguo becario en la Sorbona, historiador
cargado de datos inútiles, acostumbrado a exhumar papeles amarillentos,
profesor auxiliar en escuelas particulares, novecientos pesos mensuales. Pero
si leyeras eso, sospecharías, lo tomarías a broma. Donceles 815. Acuda en
persona. No hay teléfono.
La guerra del fin
del mundo, por Mario Vargas Llosa
El hombre era
alto y tan flaco que parecía siempre de perfil. Su
piel era oscura, sus huesos prominentes y sus ojos ardían
con fuego perpetuo. Calzaba sandalias de pastor y la
túnica morada que le caía sobre el cuerpo recordaba el hábito de esos
misioneros que, de cuando en cuando, visitaban
los pueblos del sertón bautizando muchedumbres de niños y casando a las parejas
amancebadas. Era imposible
saber su edad, su procedencia, su historia, pero algo había
en su facha tranquila, en sus costumbres frugales, en su
imperturbable seriedad que, aun antes de que diera
consejos, atraía a las gentes.
El amor en los
tiempos del cólera, por Gabriel García Márquez
Era inevitable:
el olor de las almendras amargas le recordaba siempre el destino de los amores
contrariados. El doctor Juvenal Urbino lo percibió desde que entró en la casa todavía en
penumbras, adonde había acudido de urgencia a ocuparse de un caso que para él había
dejado de ser urgente desde hacía muchos años. El refugiado antillano Jeremiah de
Saint-Amour, inválido de guerra, fotógrafo de niños y su adversario de ajedrez más
compasivo, se había puesto a salvo de los tormentos de la memoria con un sahumerio de
cianuro de oro.
El jardín de
senderos que se bifurcan, por Jorge Luis Borges
En
la página 242 de la Historia de la Guerrra Europea de Lidell Hart, se lee que
una ofensiva de trece divisiones británicas (apoyadas por mil cuatrocientas
piezas de artillería) contra la línea Serre-Monta uban había sido planeada para
el 24 de julio de 1916 y debió postergarse hasta la mañana del día 29. Las
lluvias torrenciales (anota el capitán Lidell Hart) provocaron esa demora —nada
significativa, por cierto. La siguiente declaración, dictada, releída y firmada
por el doctor Yu Tsun, antiguo catedrático de inglés en la Hochschule de
Tsingtao, arroja una insospechada luz sobre el caso. Faltan las dos páginas
iniciales.
El final del romance, por Graham Greene
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Una historia no tiene comienzo ni
fin: arbitrariamente uno elige el momento de la experiencia desde el cual mira hacia
atrás o hacia adelante. Digo "uno elige" con el orgullo inexacto del
escritor profesional que —cuando ha alcanzado alguna notoriedad digna de
tenerse en cuenta— fue elogiado por su destreza técnica; pero, en realidad, ¿
elijo
yo por mi propio arbitrio aquella oscura y húmeda noche de enero de 1946, en el
prado comunal, la figura de Henry Miles, sesgada a través del ancho río de
lluvia, o son estas imágenes las que me eligen a mí? Conviene sin duda, según
las reglas del oficio, comenzar justo en este momento, pero de haber creído
entonces en algún Dios, podría haber también creído en una mano tomándome
bruscamente del codo y en una voz sugiriéndome: "Háblale; no te ha
visto".
Salem´s Lot, por Stephen King
Casi
todo el mundo creía que el hombre y el chico eran padre e hijo.
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Atravesaron
la comarca dirigiéndose sin seguir una dirección muy precisa hacia el sudeste.
Viajaban en
un viejo Citroen de dos puertas y tomaban preferentemente las carreteras
secundarias, que recorrían
en
tramos irregulares. Por el camino se detuvieron en tres lugares antes de llegar
a su destino: primero en Rhode
Island, donde el hombre alto de cabello negro se puso a trabajar en una fábrica
textil; después en Youngstown,
Ohio, donde trabajó durante tres meses en una línea de montaje de tractores y
finalmente en un
pueblecito californiano próximo a la frontera con México, donde trabajó como
empleado de una gasolinera,
además de realizar reparaciones en pequeños coches europeos, con un éxito que a
él mismo le
resultó tan sorprendente como reconfortante.
El corazón
delator, por Edgar Allan Poe
¡Es
verdad! Soy nervioso, terriblemente nervioso. Siempre lo he sido y lo soy.
pero, ¿podría decirse que estoy
loco? La enfermedad había agudizado mis sentidos, no los había destruido ni
apagado. Sobre todo, tenía
el sentido del oído agudo. Oía todo sobre el cielo y la tierra. Oía muchas
cosas del infierno. Entonces,
¿cómo
voy a estar loco? Escuchen y observen con qué tranquilidad, con qué cordura
puedo contarles toda la
historia
Lolita, por
Vladimir Nabokov
![](https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEiqf5Y294VM0E49Ca_77vcxJHyrBWTkyyh7EoFsX78qQRIVkuewuUhxzjhSnMffG7SlmC89OOKDz4xB4QZhpSNDC_xolKFivX_tG57_lZSZeXP_xlVWA78MqDQiEUh8lCSpw8wdabt4FjYY/s1600/lolita.jpg)
Lolita, luz de mi
vida, fuego de mis entrañas. Pecado mío, alma mía. Lo-lita: la punta de la
lengua emprende un viaje de tres pasos desde el borde del paladar para
apoyarse, en el tercero, en el borde de los dientes. Lo.Li.Ta.
El club Dumas,
por Arturo Pérez-Reverte
El
fogonazo de luz proyectó la silueta del ahorcado en la pared. Colgaba inmóvil
de una lámpara en el centro del salón, y a medida
que el fotógrafo se movía a su alrededor, accionando la cámara,
la sombra provocada por el flash se recortaba sucesivamente sobre
cuadros, vitrinas con porcelanas, estanterías con libros, cortinas abiertas
sobre grandes ventanales tras los que caía la lluvia
Rayuela, por
Julio Cortázar
![](https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEiV2rOMqzvc_5NXPh-pAHiD8EQ1LadHfUMu-PVuCpllnsIRi7-bdRau4bj3HFp0m1QDB4I5AJjiNExA6t4OxE3g18uw9zzw-ni_WgE7sUZd94vcSeOzF33JdqEX7HJdv5bdHbGUhE73F32S/s1600/rayuela.jpg)
¿Encontraría a la
Maga? Tantas veces me había bastado asomarme,
viniendo por la rue de Seine, al arco que da al Quai de Conti, y
apenas la luz de ceniza y olivo que flota sobre el río me dejaba
distinguir las formas, ya su silueta delgada se inscribía en el Pont des Arts,
a veces andando de un lado a otro, a veces detenida en
el pretil de hierro, inclinada sobre el agua. Y era tan natural
cruzar la calle, subir los peldaños del puente, entrar en su delgada cintura y
acercarme a la Maga que sonreía sin
sorpresa, convencida como yo de que un encuentro casual era lo
menos casual en nuestras vidas, y que la gente que se da citas
precisas es la misma que necesita papel rayado para escribirse o que
aprieta desde abajo el tubo de dentífrico.
Corazón tan blanco, Javier Marías
No he querido saber, pero he sabido que una
de las niñas, cuando ya no era niña y no hacía mucho que había regresado de su viaje de bodas, entró en el cuarto de baño, se puso frente al espejo, se abrió la blusa, se quitó el sostén y se buscó el corazón con la punta de la pistola de su propio padre, que estaba en el comedor con parte de la familia y tres
invitados.
Y la lista podría
extenderse, pero, para no herir
susceptibilidades, prefiero cerrar con un soneto (mi
favorito) de don Francisco de Quevedo:
DESDE LA TORRE
SONETO
Retirado en la paz de estos desiertos,
con pocos, pero doctos libros juntos,
vivo en conversación con los difuntos
y escucho con mis ojos a los muertos.
Si no siempre entendidos, siempre abiertos,
o enmiendan, o fecundan mis asuntos;
y en músicos callados contrapuntos
al sueño de la vida hablan despiertos.
Las grandes almas que la muerte ausenta,
de injurias de los años, vengadora,
libra, ¡oh gran don Iosef!, docta la emprenta.
En fuga irrevocable huye la hora;
pero aquélla el mejor cálculo cuenta
que en la lección y estudios nos mejora.