jueves, 22 de noviembre de 2012

La radio como medio masivo de descalificación.

Pasa que muchas veces la música del carro cansa, o se antoja buscar por las estaciones de radio  algo que suene distinto a lo que traemos. Eso me ocurrió, y en una tarde de tráfico pesado comencé a buscar algo de jazz, pues, extrañamente, no cargo mucho en el celular. Fue cuando me topé con el programa de radio de Esteban Arce, en Imagen.

Recordaba a Arce por motivos separados en el  tiempo: por el programa El calabozo y por la polémica desatada cuando dejó a la vista su lado homofóbico al dispararse  el debate del matrimonio entre personas del mismo sexo. Antes de eso, este personaje jamás pasó por mi mente, hasta que sintonicé la radio.

Escucharlo hablar, soltar albures de cuarta en plena radio nacional me dio curiosidad. Recordé sus participaciones en El calabozo, el cual tampoco era un programa que brillara por inteligente o innovador; más bien, todo lo contrario.  Teniendo esto en mente, nunca imaginé a un Esteban Arce abrumadoramente derechoso y unilateral, cuyos juicios de valor (mismos que expresa con bríos y cólera apenas contenida) se tamizan por lo que está bien para la iglesia católica y lo que no está bien para la iglesia católica.

Hay que escuchar unos cuantos programas para darse cuenta que Arce tiene una misión: descalificar absolutamente  todo lo que a su reducido juicio vaya en contra de la iglesia y de lo que él entiende como  moral  católica.  Y hay que decirlo: lo hace bien, es un buen sayón que cabalga con la espada de “conmigo o en mi contra” desenvainada.

Esteban Arce es un totalitario en ciernes. Un aprendiz de fascista que se disfraza de  comunicador fresco y hasta popular, con chistes pésimos y los ya antes mencionados albures de cuarta. Toda la derecha cabe en su mundo, en su programa, incluso, para taparle un ojo al gato,  se permite una crítica blanda de vez en cuando, pero nada más.

Por el otro lado, todo lo que le huela a izquierda o socialdemocracia es corrupto y corruptor, mal habido, destinado al fracaso. Lo mismo le da criticar a legisladores del PRD, PT (los cuales, hay que decirlo, le dan mucho material) que descalificar como una porquería a un país entero como Canadá porque este le da asilo político  a  Napoléon Gómez Urrutia.  Para él no importa la pantomima hecha por el gobierno Federal en el caso de Florence Cazzes, él ya la estigmatizó: no hay dos banquetas en la calle, no hay otra versión válida, ni posible defensa para la mujer.  

Pero dentro de todas estas linduras, hay dos palabras que enervan al supuesto comunicador: comunista y homosexual. Tales son sus fobias (netamente católicas de la mitad del siglo pasado) que una supuesta homosexualidad de Barack Obama, así como su asociación a logias secretas como los Iluminatti, son suficientes para decir que Mitt Romney habría sido un mejor presidente para los Estados Unidos y una mejor opción para la comunidad latina.  Y claro que se empapa del tema, Esteban Arce tiene todo un equipo como él, de ultraderecha, que se encarga de refrendar sus palabras en cada programa.

Otro ejemplo: en YouTube se puede ver un video donde mientras uno de sus colaboradores le da un punto a favor a José Saramago, Esteban Arce lo descalifica por ser un comunista. En el video se muestra como Arce se cierra a cualquier argumento posible que eleve un poco la figura del gran escritor luso. En cierto momento parece darse cuenta de estarse mostrando cual intolerante es, y cede un poco: <<Escribe bien>>, dice, y uno se pregunta cómo alguien que apenas si escribe puede criticar a otro que no sólo ha hecho de la escritura su vida sino que   la ha llevado niveles altísimos (y no sólo por El evangelio según Jesucristo o Caín, libros que, seguramente, Esteban Arce no ha leído pero detesta por igual, sino por toda la obra de Saramago).

En contraparte, por supuesto, todo lo que hable bien de la iglesia católica, así sea la presentación de una red social para rezar unos por otros, o alguna nota de algún sacerdote amigo suyo, es digno de mención. Dijo en una emisión, refiriéndose a la iglesia católica: <<… No han podido acabar con ella, ni los romanos ni el comunismo, nadie en dos mil años…>>.  Lo que Arce no ve es que no se necesita una fuerza exterior; la iglesia católica está acabando con ella misma, por dentro.

Es fácil imaginarse a Esteban Arce en otra vida, en siglos pasados, un Torquemada de pueblo,  gritando iracundo, pidiendo fuego o la horca para el pecador  (mujeres u hombres de ciencia, en buena parte), dando gracias al cielo por la santa inquisición.

Claro que es su espacio informativo, y puede hacer en el lo que quiera. Seguramente debe tener una audiencia ansiosa de escucharlo, que lo ven como un líder o un guía. Qué bien, que lo  siga haciendo.  El chiste es que cada quien pueda expresarse con libertad, aunque desde esa libertad  haya quienes se alcen como voceros de la verdad universal y descalifiquen a quienes no piensan como ellos. Depende de cada uno tomar con lucidez los comentarios (sean de derecha o izquierda, ambos extremos y ambos “ultras” han llevado a la humanidad a cruentas guerras), aunque eso sí:  es igual de peligroso alborotar al pueblo desde una tribuna de radio que desde la plaza de la Constitución.


Hay que tomar las cosas  de quien vienen, y  con cambiar la estación o apagar el radio lo dejo ejercer su derecho a expresarse y, de paso, yo ejerzo mi derecho a escuchar algo mejor. 

lunes, 12 de noviembre de 2012



Hay ciertos placeres que la modernidad nunca podrá darnos. Aunque aparentemente, Internet  está devorando el mercado editorial y los agoreros del desastre babean con el supuesto final del la era Gutenberg, lo cierto es que pocas cosas  pueden compararse con entrar a una librería de viejo.  Hay una promesa de aventura en esas bodegas donde el polvo y la humedad dan la bienvenida apenas se cruza la entrada.

Llevo años yendo a la librería Los hijos de Sánchez, que está sobre la 3 sur, entre la 7 y la 9 poniente (antes estaba en la 4 sur, entre la 9 y la 11 oriente). Caí ahí cuando la falta de trabajo y el hambre me obligaron a ordeñar mi  biblioteca (¿quién dice que los libros no dan de comer?); después, cuando comencé a pulir lecturas, regresé con varios libros que me retribuían un costo mínimo en comparación con el precio original. Actualmente voy cuando hago purga de tal o cual libro que no me gustó o que, en definitiva, ya no pienso leer.

Pero lo mejor es cuando voy por el simple deseo de ser encontrado por ese libro que llevo años buscando, algún descatalogado o una edición  vieja de un ejemplar que ya poseo.  Me pasó apenas con una novela de Emilio Carballido  que en la mayoría de las librerías comerciales está arriba de $100; en Los hijos de Sánchez lo encontré en la colección Volador, de Joaquín Mortiz, por $40. Sus páginas amarillean, huele a viejo y tiene rastros de sus antiguos dueños. En otra ocasión me topé con una edición vieja de Carrie; tanto que Stepehen King todavía no alcanzaba la fama y, como dice en la solapa, daba clases en una escuela de Maine.



Otra ventaja es que siempre están en temporada de rebajas; incluso los títulos nuevos tienen un precio que muchas veces hacen preguntarse por qué nadie se ha dado  cuenta de semejante ganga. Pero lo mejor no está en el apartado de novedades, sino en la mesa central: ahí, formados en varias filas, se mezclan clásicos con best sellers. Igual se puede topar con el último Harry Potter que con una edición viejísima de El velo pintado de Somerset Maugham, o algún libro de Vázquez Montalbán imposible de encontrar en los catálogos en línea de las librerías nacionales.

Un poco más al fondo, en otra larga mesa atiborrada, está la sección para exigentes: libros en inglés o alemán, la mayoría en ediciones de bolsillo manoseadísimas, con los lomos llenos de estrías. También están las especialidades: física, química, medicina, matemáticas. Da cierta nostalgia encontrarse con esos libros de informática que en algún punto de la juventud fueron lo último de lo último: Cómo usar dBase III plus, Manual de usuario de Windows 95, Programación Pascal, Cómo programar en C y C++ (dinosaurios prematuros de la editorial McGraw Hill que el abrumador avance de la tecnología se encargó de descontinuar incluso antes de los productos sobre los que versaban).

Siempre hay una novedad, un descubrimiento afortunado, una sorpresa esperándonos entre las filas y columnas de libros viejos. Libros que han pasados por cualquier cantidad de manos y que esperan a ser encontrados. Es la búsqueda del tesoro, la promesa de aventura, del placer que la modernidad todavía no puede darnos.