lunes, 12 de noviembre de 2012



Hay ciertos placeres que la modernidad nunca podrá darnos. Aunque aparentemente, Internet  está devorando el mercado editorial y los agoreros del desastre babean con el supuesto final del la era Gutenberg, lo cierto es que pocas cosas  pueden compararse con entrar a una librería de viejo.  Hay una promesa de aventura en esas bodegas donde el polvo y la humedad dan la bienvenida apenas se cruza la entrada.

Llevo años yendo a la librería Los hijos de Sánchez, que está sobre la 3 sur, entre la 7 y la 9 poniente (antes estaba en la 4 sur, entre la 9 y la 11 oriente). Caí ahí cuando la falta de trabajo y el hambre me obligaron a ordeñar mi  biblioteca (¿quién dice que los libros no dan de comer?); después, cuando comencé a pulir lecturas, regresé con varios libros que me retribuían un costo mínimo en comparación con el precio original. Actualmente voy cuando hago purga de tal o cual libro que no me gustó o que, en definitiva, ya no pienso leer.

Pero lo mejor es cuando voy por el simple deseo de ser encontrado por ese libro que llevo años buscando, algún descatalogado o una edición  vieja de un ejemplar que ya poseo.  Me pasó apenas con una novela de Emilio Carballido  que en la mayoría de las librerías comerciales está arriba de $100; en Los hijos de Sánchez lo encontré en la colección Volador, de Joaquín Mortiz, por $40. Sus páginas amarillean, huele a viejo y tiene rastros de sus antiguos dueños. En otra ocasión me topé con una edición vieja de Carrie; tanto que Stepehen King todavía no alcanzaba la fama y, como dice en la solapa, daba clases en una escuela de Maine.



Otra ventaja es que siempre están en temporada de rebajas; incluso los títulos nuevos tienen un precio que muchas veces hacen preguntarse por qué nadie se ha dado  cuenta de semejante ganga. Pero lo mejor no está en el apartado de novedades, sino en la mesa central: ahí, formados en varias filas, se mezclan clásicos con best sellers. Igual se puede topar con el último Harry Potter que con una edición viejísima de El velo pintado de Somerset Maugham, o algún libro de Vázquez Montalbán imposible de encontrar en los catálogos en línea de las librerías nacionales.

Un poco más al fondo, en otra larga mesa atiborrada, está la sección para exigentes: libros en inglés o alemán, la mayoría en ediciones de bolsillo manoseadísimas, con los lomos llenos de estrías. También están las especialidades: física, química, medicina, matemáticas. Da cierta nostalgia encontrarse con esos libros de informática que en algún punto de la juventud fueron lo último de lo último: Cómo usar dBase III plus, Manual de usuario de Windows 95, Programación Pascal, Cómo programar en C y C++ (dinosaurios prematuros de la editorial McGraw Hill que el abrumador avance de la tecnología se encargó de descontinuar incluso antes de los productos sobre los que versaban).

Siempre hay una novedad, un descubrimiento afortunado, una sorpresa esperándonos entre las filas y columnas de libros viejos. Libros que han pasados por cualquier cantidad de manos y que esperan a ser encontrados. Es la búsqueda del tesoro, la promesa de aventura, del placer que la modernidad todavía no puede darnos.    

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