miércoles, 30 de mayo de 2012


¡Aplausos!

Todos voltearon a verlo y la idea, para qué negarlo,  hizo eco en varias cabezas, casi se pudo escuchar,  pero  por breves segundos nadie  la concretó. Y no tenía por qué ser,  finalmente.  Si sólo es el jefe del changarro.  Pero comenzó: la junta de trabajo, de por sí un acto de zalamería desvergonzado, tenía que venir  con cereza del pastel: un aplauso.

<<¿Aplausos? ¿En serio?>>, pensé.  Are you fucking kiddin´ me, right? Pero no. Tras las primeras palmas siguieron  otras más. La borregada baló con las manos, fuerte, mientras el recién llegado agradecía con aires de falsa modestia la deferencia.  ¿Le aplauden porque llegó tarde a la junta que él tenía que presidir?, me pregunté y a mi mente regresaron  las muecas de todas las  personas a las que por angas o mangas he hecho esperar en mi vida: mujeres, amigos, familia, entrevistadores de trabajo, profesores en la universidad.  Nunca nadie me aplaudió por llegar tarde.  Una de mis maestras de cálculo ni siquiera levantaba la mirada, sólo movía la cabeza de lado a lado para indicarme que ya no podía entrar a la clase; eso en el mejor de los casos, otras veces, cuando estaba de buenas, hacía girar su dedo índice para luego señalar la salida. Otras tantas me reventaba el sermón  del por qué era una falta de respeto llegar tarde… Y sí: ni te acomodes en tu asiento, salte del salón y mañana regresas con el tema de hoy al dedillo; si no, no entras.

¿Merecía el aplauso? No, claro que no.  Miré a mis lados para fijarme en los ejecutantes: subdirectores para los cuales el difícil arte de lamer patas es un oficio  dominado,  subordinados que querían ser vistos por el jefe de jefes mientras le  aplaudían con bríos y emoción, invitados que debieron pensar que la figura recién entrada en la sala de juntas merecía el aplauso. Y los peores: los que aplaudieron porque los demás aplaudían.

¿Qué merece ser aplaudido?  El  Kind of blue,  de Miles Davis; un solo de guitarra de Hendrix o de Clapton;  la sinfonía 29 de Mozart;  Los amorosos, de Jaime Sabines; Casablanca o El ciudadano Kane. ¿Quién merece ser aplaudido?  Nelson Mandela, José Saramago, Yoani Sánchez,  Claus von Stauffenberg y todos los participantes en la Operación Valquiria, y un larguísimo etcétera.

Aplausos pues, pero no a cualquiera sino a quien  lo merezca. 

martes, 22 de mayo de 2012




Cristiada: La historia de México que te quisieron contar.



Alguna vez, en uno de sus polémicos comentarios, Joaquín Sabina declaró que debería existir la pena de muerte para  aquellos grupos españoles que cantan en inglés. Claro que esto no es más que un exabrupto del genio de Úbeda, una manera exagerada para expresar su inconformidad por aquellos cantantes hispanos que, estando en todos su derecho, usan un idioma extranjero para expresarse. Y es que se puede o no estar de acuerdo cuando se usa  el idioma global para tratar temas locales; lo que no se puede negar es que es rara la sensación de escuchar en inglés algo que, supuestamente,  debería estar en español.


Esto ocurre muy al incio con Cristiada, película del 2012 dirigida por Dean Wright que aborda el tema de la guerra cristera, ocurrida en México entre 1926 y 1929. La sensación de ver a un acartonado Peter O´Toole (que más bien parece Chabela Vargas con sotana) mezclando  inglés y español es  la misma  cuando se escucha a la Frida de Salma Hayek diciéndole a Diego Rivera: “eat your mole, panzón”: algo no cuadra, está fuera de lugar. Pero el terrible espanglish de los personajes de Cristiada es el menor de sus males. 



Promocionada como “la historia de México que  te quisieron ocultar”, la cinta (la de mayor presupuesto hasta la fecha en la historia del cine nacional) nos despliega a un México convulsionado por la Ley Calles: federales prohíben las celebraciones religiosas y el grupo que más adelante sería conocido como los cristeros se organizan para boicotear la orden de uno de los presidentes más autoritarios de la historia de México.  El campo histórico es fértil; Graham Greene lo sabía. Sin embargo, Michael Love prefirió escribir un producto de fácil consumo nacional (en inglés, of course), una telenovela  de más de dos horas y media, complaciente y sin riesgos que convierte personajes históricos en clichés. 


Andy García interpreta al general retirado    Enrique Gorostieta Velarde     que tras un sutancioso contrato (sustancioso para esos días, actualmente se pueden contratar sicarios por menos) decide dirigir a las hordas cristeras.  Se nos presenta como un estratega único,   cuyas brillantes referencias son haber vencido a Zapata (¿habrá sido el primero o el último en dispararle en Chinameca?) y la otra,   oscura para ser incluida en un currículum de cualquiera,  pelear al lado del nefando Victoriano Huerta. El personaje de Wright y Love es una mezcla entre Pancho Villa, George Patton y cualquiera de los hermanos Almada: nunca se quita los guantes, ni se despeina ni le crece el bigote;  tan pulcro que vuelve al “Rubio” de Clint Eastwood, además de  bandolero, un pordiosero sucio y maloliente.  


Porque la interpretación de García es eso: un vaquero del viejo oeste de finos modales impostado en el México post revolucionario. Escucharlo hablar de libertad hace pensar más en un producto made in USA que en el derecho natural de cualquier hombre o mujer a profesar la creencia religiosa que le venga en gana (será por los tiempos o por la calidad en la interpretación, pero esto no pasa hacia el final de Breaveheart, con el grito agónico del William Wallace interpretado por Mel Gibson). Eva Longoria, por otro lado, la esposa deseseprada del general    Gorostieta, tiene más presencia en el cartel promocional que en la película en sí. Y  su actuación de mujer  abnegada y sumisa es casi tan buena como las pocas palabras que suelta en español. 


El resto del casting, el nacional, tiene al menos la particularidad de que su inglés es más aceptable que el español de la pareja protagonista, aunque no por esto  deja de dar risa la dramática actuación de Karyme Lozano a la hora de la muerte de su hijo. O el descafeinado Plutarco Elías Calles, interpretado por Rubén Blades, quien más parece un político de quinta por sus intrigas de cuarta  que un militar emanado de la revolución, enérgico y prepotente. 


Y hacia el final, el principal mal de Cristiada  es ser una obra maniquea de cabo a rabo. Director y guionista se conformaron con la historia oficial, de blanco y negro, cayendo en el mismo error de los escritores y directores de culebrones nacionales: dejaron fuera los grises de una historia donde, ¿quién se atreve a negarlo?, hasta los santos fueron pecadores y los pecadores llegaron a ser santos.  Los buenos creen en Dios, y es por esto que, incluso,  faltan al quinto mandamiento de la misma fe que les está prohibida.  Los malos no creen en Dios, sino en las órdenes de su presidente.  Los buenos tienen garantizado el cielo porque no importa si queman un tren con inocentes o disparan a mansalva, al fin y al cabo  tienen a Dios de su lado (Torquemada asentiría gustoso esta tesis). Los malos tienen garantizado el infierno no sólo porque matan a los buenos, sino porque son  tan malos como cualquier personaje interpretado por Carlos López Moctezuma. 


Director y guionista debieron basarse, como míninmo, en  El poder y la gloria; no por la historia sino por el desarrollo del personaje y sus conflictos internos, y quizás con esto volver más creíble a un personaje como el cura guerrillero. Como película histórica, Cristiada es un buen chilli  western. Sus tomas de los desiertos mexicanos donde se resguardan los héroes  recuerdan a esos otros desplazamientos largos  de El gran Cañón en  Young guns I y II.  Lo mismo ocurre con los enfrentamientos y las emboscadas (qué más clásico que el villano resguardado tras una piedra, viendo avanzar al contingente de héroes, esperando, listo para disparar).  El único logro considerable de la película es, quizás, el personaje del “El catorce” Ramírez, el antihéroe de la película que, no obstante, no es sobrepeso suficiente para  la bonhomía de Gorostieta.   


Cristiada  no es una película reveladora; ni siquiera porque desempolve una parte de la historia nacional poco conocida. Es una obra a gusto que se  promociona al final de las homilías dominicales, y que, además,   cae en el rubro de filmes poco fiables,  como la Frida de Salma Hayek o el Zapata  de Alfonso Aráu, que, para fortuna de Cristiada, sigue siendo todavía, y por mucho, la peor. 

martes, 15 de mayo de 2012





Parecía que no iba a ocurrir nunca. Parecía que siempre iba a estar ahí para darnos uno de sus atinados y lúcidos comentarios sobre nuestra realidad, o acerca de los dislates y estupideces de políticos y gobernantes; no sólo los nacionales sino de cualquier latitud. Porque aquello de “mexicano universal” no es un simple eufemismo, una etiqueta con la cual marcar a un viajero incansable, a un observador agudo, crítico, poseedor de una cultura envidiable.  Parecía que nunca dejaría de alegrarnos con un nuevo libro cada cierto tiempo ni con las ansias del próximo (su método de trabajo era disciplinado y apenas entregaba un original, ya estaba con el siguiente).

Parecía, pero no. Hoy nos dejó el escritor, el mexicano universal. Y si bien cuesta creer que no tendremos su voz que nombre  políticos y gobernantes o su dedo índice, torcido por usar todavía la máquina de escribir, señalándolos, tenemos lo mejor que Carlos Fuentes pudo habernos dejado: su inmensa obra.  

Fue hace veinte años cuando lo conocí por primera vez, gracias a mi madre, que además de ser mi madre fue mi maestra. Era el curso de taller de lectura y redacción. Ella, mi mamá y mi maestra, escribía en el pizarrón los libros a elegir  para el  análisis literario. Al fin, terminado el listado, dijo:

                −Muchachos, estos son los libros que pueden escoger para su análisis –volteó a verme con esa severidad en su mirada que yo sabía no iba a aceptar un no como respuesta; incluso desde antes de pronunciada la sentencia −. Víctor, tú vas a leer La región más transparente.

La elección no fue al azar.  Mi maestra, que también es mi mamá, no quiso que me quedara con el cuento en blanco y negro de la Revolución mexicana; debía saber que, tras la contienda, varios vicios del porfiriato no sólo se quedaron, sino que, además, habían evolucionado con el tiempo. La justicia y la injusticia sólo cambiaron de lugar. Por eso La región más transparente. Por eso Carlos Fuentes.
En la obra de Fuentes encontré una mirada de México que si bien me sacudió al inicio, después pasó a ser parte de mi propia idiosincrasia. En la obra de Fuentes descubrí que México no tiene una sola cara, sino varias. Con la obra de Carlos Fuentes tomé conciencia de la herencia genética que viene no sólo de los aztecas, sino  también del Mediterráneo, de los fenicios, los griegos, romanos, judíos y árabes, de la vía láctea  hacia Santiago de Compostela y, claro, de la España medieval. 

En la obra de Fuentes descubrí universos oscuros como los de Aura, Chac Mool, Cambio de piel. Pero también esa mirada libre de prejuicios de la historia: La muerte de Artemio Cruz, La silla del águila, o la maravillosa Los años con Laura Díaz (leída en combo junto con El evangelio según Jesucristo, de Saramago. Cada noche era un sufrimiento terrible elegir cuál de los dos seguir leyendo).  

Carlos Fuentes decía: “Sólo dañamos a los demás cuando somos incapaces de imaginarlos”.  Y la imaginación del escritor era vasta y fértil. En Gringo viejo, Fuentes imagina el destino de Ambrose Bierce entre los desiertos de un México convulso por la revolución.   O en Cristobal no nato, con sarcasmo,  un futuro que, como la Historia lo ha demostrado, se empeña en conservar los lastres de siempre.  

Sobre Terra Nostra,  dice Xavier Velasco que alguna vez le preguntó a Carlos Fuentes que si sus obras fueran cuartos de una casa, qué lugar ocuparía esta novela. La respuesta fue: la más alta, desde donde podía ver todo.

Sobre Terra Nostra  hay un chiste que dice que cuando la escribió, el maestro Fuentes contaba con una beca, y que para leerla también es necesaria una beca. Es verdad. Es la obra más ambiciosa del escritor, una vuelta de tuerca a la historia, una mirada diferente y el Everest personal de varios (inclúyome en el grupo).
Muchos no le perdonan el alejamiento del gobierno cubano, el ser asesor de Echeverría, la amistad con Francois Mitterrand o con Bill Clinton. Enrique Krauze lo llamó “el revolucionario romántico”.  Los recelosos guardianes de la nueva literatura lo acribillaban porque no había leído a Roberto Bolaño; menos que no lo incluyera en su canon personal en su último ensayo: La gran novela latinoamericana. Pero Carlos Fuentes, como él mismo decía, “desayunaba críticos todos los días”.   

Crítico del gobierno de Vicente Fox y de Felipe Calderón. Crítico del PRI y de su actual candidato a la presidencia: “Este señor Enrique Peña Nieto tiene derecho a no leerme, lo que no tiene derecho es a ser presidente de México a partir de la ignorancia, eso es lo grave”;  o de los candidatos en la contienda electoral al llamarlos mediocres. Carlos Fuentes, ante todo, fue un progresista, enemigo de las dictaduras como la de Hugo Chávez en Venezuela.

Los que lo conocieron  personalmente cuentan de su gran generosidad, especialmente  con  lectores (podía pasar hora de pie firmando libros) y con los escritores jóvenes (fue promotor del Crack entre otros, en su). Pero para quienes lo conocimos, lo hicimos nuestro, a través de sus libros nos queda el escritor para el cuál la literatura era todo.
“Con razón o sin ella, yo he vivido para escribir. La literatura, casi desde la infancia, ha sido para mí el filtro de la experiencia, desde el temor a un castigo paterno hasta la noche de amor más reciente. Sexo, política, alma, todo pasa para mí por la experiencia literaria. La expectativa del libro refina y fortalece los datos de la vida vivida. Quizás nada de esto sea cierto o, en realidad, sea al revés: la imaginación literaria es la que determina, provoca,  las demás situaciones “reales” de mi vida. Pero si es así, yo no me entero.” *


*Diana o la cazadora solitaria.