martes, 22 de mayo de 2012




Cristiada: La historia de México que te quisieron contar.



Alguna vez, en uno de sus polémicos comentarios, Joaquín Sabina declaró que debería existir la pena de muerte para  aquellos grupos españoles que cantan en inglés. Claro que esto no es más que un exabrupto del genio de Úbeda, una manera exagerada para expresar su inconformidad por aquellos cantantes hispanos que, estando en todos su derecho, usan un idioma extranjero para expresarse. Y es que se puede o no estar de acuerdo cuando se usa  el idioma global para tratar temas locales; lo que no se puede negar es que es rara la sensación de escuchar en inglés algo que, supuestamente,  debería estar en español.


Esto ocurre muy al incio con Cristiada, película del 2012 dirigida por Dean Wright que aborda el tema de la guerra cristera, ocurrida en México entre 1926 y 1929. La sensación de ver a un acartonado Peter O´Toole (que más bien parece Chabela Vargas con sotana) mezclando  inglés y español es  la misma  cuando se escucha a la Frida de Salma Hayek diciéndole a Diego Rivera: “eat your mole, panzón”: algo no cuadra, está fuera de lugar. Pero el terrible espanglish de los personajes de Cristiada es el menor de sus males. 



Promocionada como “la historia de México que  te quisieron ocultar”, la cinta (la de mayor presupuesto hasta la fecha en la historia del cine nacional) nos despliega a un México convulsionado por la Ley Calles: federales prohíben las celebraciones religiosas y el grupo que más adelante sería conocido como los cristeros se organizan para boicotear la orden de uno de los presidentes más autoritarios de la historia de México.  El campo histórico es fértil; Graham Greene lo sabía. Sin embargo, Michael Love prefirió escribir un producto de fácil consumo nacional (en inglés, of course), una telenovela  de más de dos horas y media, complaciente y sin riesgos que convierte personajes históricos en clichés. 


Andy García interpreta al general retirado    Enrique Gorostieta Velarde     que tras un sutancioso contrato (sustancioso para esos días, actualmente se pueden contratar sicarios por menos) decide dirigir a las hordas cristeras.  Se nos presenta como un estratega único,   cuyas brillantes referencias son haber vencido a Zapata (¿habrá sido el primero o el último en dispararle en Chinameca?) y la otra,   oscura para ser incluida en un currículum de cualquiera,  pelear al lado del nefando Victoriano Huerta. El personaje de Wright y Love es una mezcla entre Pancho Villa, George Patton y cualquiera de los hermanos Almada: nunca se quita los guantes, ni se despeina ni le crece el bigote;  tan pulcro que vuelve al “Rubio” de Clint Eastwood, además de  bandolero, un pordiosero sucio y maloliente.  


Porque la interpretación de García es eso: un vaquero del viejo oeste de finos modales impostado en el México post revolucionario. Escucharlo hablar de libertad hace pensar más en un producto made in USA que en el derecho natural de cualquier hombre o mujer a profesar la creencia religiosa que le venga en gana (será por los tiempos o por la calidad en la interpretación, pero esto no pasa hacia el final de Breaveheart, con el grito agónico del William Wallace interpretado por Mel Gibson). Eva Longoria, por otro lado, la esposa deseseprada del general    Gorostieta, tiene más presencia en el cartel promocional que en la película en sí. Y  su actuación de mujer  abnegada y sumisa es casi tan buena como las pocas palabras que suelta en español. 


El resto del casting, el nacional, tiene al menos la particularidad de que su inglés es más aceptable que el español de la pareja protagonista, aunque no por esto  deja de dar risa la dramática actuación de Karyme Lozano a la hora de la muerte de su hijo. O el descafeinado Plutarco Elías Calles, interpretado por Rubén Blades, quien más parece un político de quinta por sus intrigas de cuarta  que un militar emanado de la revolución, enérgico y prepotente. 


Y hacia el final, el principal mal de Cristiada  es ser una obra maniquea de cabo a rabo. Director y guionista se conformaron con la historia oficial, de blanco y negro, cayendo en el mismo error de los escritores y directores de culebrones nacionales: dejaron fuera los grises de una historia donde, ¿quién se atreve a negarlo?, hasta los santos fueron pecadores y los pecadores llegaron a ser santos.  Los buenos creen en Dios, y es por esto que, incluso,  faltan al quinto mandamiento de la misma fe que les está prohibida.  Los malos no creen en Dios, sino en las órdenes de su presidente.  Los buenos tienen garantizado el cielo porque no importa si queman un tren con inocentes o disparan a mansalva, al fin y al cabo  tienen a Dios de su lado (Torquemada asentiría gustoso esta tesis). Los malos tienen garantizado el infierno no sólo porque matan a los buenos, sino porque son  tan malos como cualquier personaje interpretado por Carlos López Moctezuma. 


Director y guionista debieron basarse, como míninmo, en  El poder y la gloria; no por la historia sino por el desarrollo del personaje y sus conflictos internos, y quizás con esto volver más creíble a un personaje como el cura guerrillero. Como película histórica, Cristiada es un buen chilli  western. Sus tomas de los desiertos mexicanos donde se resguardan los héroes  recuerdan a esos otros desplazamientos largos  de El gran Cañón en  Young guns I y II.  Lo mismo ocurre con los enfrentamientos y las emboscadas (qué más clásico que el villano resguardado tras una piedra, viendo avanzar al contingente de héroes, esperando, listo para disparar).  El único logro considerable de la película es, quizás, el personaje del “El catorce” Ramírez, el antihéroe de la película que, no obstante, no es sobrepeso suficiente para  la bonhomía de Gorostieta.   


Cristiada  no es una película reveladora; ni siquiera porque desempolve una parte de la historia nacional poco conocida. Es una obra a gusto que se  promociona al final de las homilías dominicales, y que, además,   cae en el rubro de filmes poco fiables,  como la Frida de Salma Hayek o el Zapata  de Alfonso Aráu, que, para fortuna de Cristiada, sigue siendo todavía, y por mucho, la peor. 

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