sábado, 8 de diciembre de 2012


Stephen King: 22/11/64
(El pasado armoniza)



Fue El ciclo del hombre lobo mi primer  libro de Stephen King. Lo encontré en el  Sanborns del centro de Puebla. Era 1990. Siempre he sido adicto a las figuras clásicas del cine de terror (Drácula, Frankenstein, el doctor Jekyll & Míster Hyde), y el hombre lobo me era tan atractiva como cualquiera. Además,  el libro tenía la particularidad de venderse en la portada como “la mejor novela de terror desde Edgar Allan Poe”, llamando todavía más mi atención.  Le pedí a mi mamá me comprara el libro y ella, tras una mueca  y varios intentos por disuadirme a elegir otro, lo compró.






Recuerdo que la novela me gustó, mas no satisfizó mis expectativas. Lo arrumbé por ahí y, sin saber bien  cómo, ha pasado por todos mis libreros, desde la adolescencia hasta ahora. Después, y esto tampoco  lo tengo muy claro, mi abuelo me compró (mueca reprobatoria de mi mamá incluida) dos libros más de King: Maleficio y La hora del vampiro;  ambos en ediciones de EMECÉ que aún conservo. Dada mi fascinación a la imagen del vampiro,  me clavé de inmediato en la segunda.  Aún tengo la noción de lentitud al inicio, como si la novela no quisiera arrancar nunca; pero después, una vez extraviados los chicos Glick, todo se vuelve un alud. En la contraportada de esa edición, con la foto de un King entre misterioso y siniestro que no muestra su rostro completo, hablaba de terror hipnótico, y hoy, a más de veinte años de leída por primera vez, creo que no hay mejor definición para esa novela.


A partir de ahí me volví un Lector Constante del ya bien denominado maestro del terror.  Devoré todo el King de los ochentas, los puntos más altos fue  Cementerio de animales y Misery.  Hubo relatos como El piloto nocturno que me hicieron estremecer,  finales pasmosos como el de Ventana secreta, jardín secreto,   proezas que hoy me parecen imposibles: leer Apocalipsis  e IT en menos de un mes.  Mis puntos más bajos, sin embargo, fueron algunos libros  del King de los noventas: Posesión, La tormenta del siglo, Corazones en la Atlántida, Insomnia, El retrato de Rose Madder entre otras1,  siendo, de esta misma etapa y de toda su obra, Un saco de huesos una de mis grandes consentidas.  Después vinieron otros libros que hicieron que mi entusiasmo por King descendiera unos cuantos grados (sin que jamás llegara  a apagarse): El cazador de sueños2, Buick 8, y Cell no lograron que saliera disparado a la librería, o que no atosigara a los libreros cada dos días preguntando en cuánto tiempo lo tendrían3

Pero siempre hay un pero, afortunado en este caso.  A partir de  La historia de Lisey, Stephen King comenzó a vivir una etapa en la que sus críticos hicieron lo que los Lectores Constantes siempre hicimos: reconocerlo como el gran escritor que es.  Seguramente, hoy todavía  Harold Bloom se atraganta  por  el National Book Award por  trayectoria y contribución a las letras estadounidenses, entregado a King en 2002;  reconocimiento dado a otros escritores de la talla de (ejem, ejem): William Faulkner, Saul Below, John Cheever, Philip Roth, Thomas Pynchon, John Updike, Jonathan Franzen, E. Annie Proulx, entre tantos otros.

A La historia de Lisey siguieron Duma Key, Después del anochecer, La cúpula, Todo oscuro, sin estrellas, libros que volvieron a remitirme a esas largas noches de media jarra de café en las que, literalmente, no podía dejar de leer hasta que la madrugada amenazaba con volverse amanecer.  Y entre estas espléndidas novelas y colecciones de relatos está la que posiblemente sea, hasta ahora, ojalá y lo mejor esté por venir,  la mejor del King del nuevo siglo: 22/11/63.

Y he aquí una advertencia: quién diga que 22/11/63  es una novela sólo de “viajes en el tiempo” deberá ser considerado El Rey de la Valoración Simplista. Porque desde el momento en que Jack Epping y Al Templeton discuten de lo que pudo haber sido de la historia  si Kennedy no hubiera muerto en Dallas (de la posibilidad de salvarlo), en ese momento la novela toma un cariz social. Pero vamos, King podrá ser muchas  cosas menos un escritor limitado a un solo tema.

La historia comienza con Jack Epping, profesor universitario con problemas maritales quien lee asombrado el ensayo de Harry Dunning, uno de sus alumnos de clases para adultos. El escrito versa sobre la noche en que el padre de  Harry asesina a casi toda la familia. El relato es tan sobrecogedor que Jack pasa de largo las faltas ortográficas y se pregunta qué habría sido de ese hombre de quien todos se burlan si aquella terrible noche nunca hubiera ocurrido. La posible respuesta viene de Al Templeton, dueño del restaurante que más desconfianza genera en los lugareños. En la cocina de Al hay un “agujero de conejo”, una escalera invisible que lleva a 1959, siempre a la misma hora y siempre a 1959.

Al Templeton está en las últimas. Un cáncer de pulmón se come violentamente su vida y la posibilidad de llevar a cabo un plan que habría de cambiar el rumbo de los Estados Unidos y, por ende, del mundo entero: salvar a John Fitzgerald Kennedy.  Jack, sólo por comprobar que aquello no es una locura, hace una prueba y “desciende” a 1959. Pasada la sorpresa, Jack lleva a cabo su primera misión: darle a Harry una vida distinta, salvando a su familia.

Pero las cosas no son tan fáciles (nada en la obra de King lo es, por mucho que sus viejos críticos se esmeren en presuponer), porque el pasado es una entidad viva, y como tal no se la pone fácil al intruso: diarreas, vómitos, vértigos, llantas ponchadas, golpizas, todo tipo de obstáculos se anteponen a Jack antes de lograr su cometido. Al regresar al presente, Jack descubre que ha cambiado la historia de su alumno… Y esta historia no es como la pensó. Una vez que la mariposa ha movido sus alas, los efectos al otro lado del mundo pueden ser desastrosos.

 A pesar de esto, Jack tiene la oportunidad de rehacer todo, pues el agujero de conejo siempre lleva a la misma fecha y hora, deshaciendo en automático lo hecho en el primer descenso. Al regresar, ya con la firme idea de salvar a Kennedy, Epping rehace su plan de manera mucho más efectiva para que, una vez salvada la familia de su alumno, pueda encaminarse hacia Dallas. Tiene cuatro años para establecer sus pasos en torno a Lee Harvey Oswald.

Como en ninguna de sus obras anteriores, King se documentó hasta el hartazgo para esta novela.  Los detalles de la vida de Oswald van dándole una dimensión oscura al personaje.  Para la ambientación no hubo necesidad de investigar, esa Norteamérica de finales de los cincuentas es la Norteamérica de King; él la vivió intensamente, la observó, la analizó. Para el escritor debió ser realmente un placentero viaje al pasado.

Jack Epping, convertido en George Amberson, tendrá también se segunda oportunidad para el amor con Sadie Underhill,  guapa profesora que viene huyendo  de sus propios demonios. Sadie será el motivo por el cual Jack decida dejar de ser Jack para siempre y quedarse en esa época, pero las cosas nunca salen como se planean (menos en una novela de Stephen King), y ya sea por efecto del destino o del pasado empeñado en detener a Jack/George, los demonios de Sadie se encararán de manera cruel contra la pareja.   



La tesis de King es la del asesino solitario, muy a pesar de la opinión de su esposa Thabita, quien, como muchos, está de lado de la conspiración4. Es Oswald quien concentra toda esa oscuridad capaz de hacerlo jalar el gatillo. Pero si Oswald es en la novela un personaje odioso, también lo son las localidades: Derry es una ciudad en perpetuo estado de putrefacción,  donde se concentran no sólo aquellas tinieblas conocidas por los Lectores Constantes, sino también las típicas actitudes yanquis, cerradas y cuadradas,  que tanto han dado fama al pueblo estadounidense.  

Sin embargo, es Dallas quien se lleva el premio. King, todo un demócrata5, no duda en mostrar su desagrado por una ciudad netamente republicana, ni en la ficción ni en la nota final del libro. Se siente el ambiente pesado, y cuando uno sale de ahí en compañía de Jack/George, da gracias y desearía no volver a regresar, pero sabe (sabemos) que se debe regresar hasta completar la misión. Quizás una teoría involuntaria de la novela es que sólo en un lugar tan umbrío pudo haber pasado un suceso como el asesinato de un presidente a quien la mayoría de cowboys  de la época despreciaban; <<el irlandés ese>>, le llamaban.

Para todos los  Lectores Constantes, 22/11/63 tiene  algunos guiños que arrancan sonrisas: el Plymouth Fury rojo en el estacionamiento cercano a la salida del hoyo de conejo. Dan ganas de decirle a Jack que lo golpee y espere  a ver cómo se regenera, pero que tenga cuidado de no enamorarse. O volver a  ver a Richie Tozier y Beverly Marsh para corroborar lo que siempre se sospechó: la oscuridad en Derry nunca sucumbió por completo ante los  embates de El club de los perdedores; y ellos lo sabían desde antes de irse del pueblo maldito.

Hacia el final de la novela, y sin develar nada de la trama, Jack aprende que hay ciertas fuerzas con las que no puede meterse sin generar un cambio brutal; que, nunca antes nunca mejor dicho, “por algo ocurren las cosas” y que así como ocurrieron se deben quedar. 

Leída y gozada la novela, llevado no sólo al pasado de Estados Unidos sino al mío propio, cuando se rogaba porque la noche rindiese para terminar un capítulo más o para llegar al final, sólo queda, como en ese pasado, esperar con ansia el próximo libro de Stephen King.  



NOTAS


1.- Debo ser de los pocos lectores de King que, hasta la fecha, no logran emocionarse con la saga de La torre oscura.

2.-Lo único peor que el libro es la película, y viceversa.  

3.-Sufría yo y sufrían los libreros: las novelas de  King aparecían primero en España y su periplo para llegar a América Latina, teniendo a Argentina como primera parada, podría durar hasta meses; mismos en los que  atosigaba a todos los libreros: “Disculpe, ¿todavía no tendrás el nuevo de Stephen King?”. Por suerte las cosas han cambiado, apenas un poco, pero ya cambiaron.

4.-Yo mismo soy partidario de la conspiración así que: go, Tabby, go!

5.-Una imagen para la posteridad: marcha en contra de la guerra en Irak, mucha gente, y entre ellas Stephen King vestido con una playera blanca con la imagen en negro de George Bush II, y la leyenda junto a éste: International Terrorist (Terrorista Internacional).


jueves, 22 de noviembre de 2012

La radio como medio masivo de descalificación.

Pasa que muchas veces la música del carro cansa, o se antoja buscar por las estaciones de radio  algo que suene distinto a lo que traemos. Eso me ocurrió, y en una tarde de tráfico pesado comencé a buscar algo de jazz, pues, extrañamente, no cargo mucho en el celular. Fue cuando me topé con el programa de radio de Esteban Arce, en Imagen.

Recordaba a Arce por motivos separados en el  tiempo: por el programa El calabozo y por la polémica desatada cuando dejó a la vista su lado homofóbico al dispararse  el debate del matrimonio entre personas del mismo sexo. Antes de eso, este personaje jamás pasó por mi mente, hasta que sintonicé la radio.

Escucharlo hablar, soltar albures de cuarta en plena radio nacional me dio curiosidad. Recordé sus participaciones en El calabozo, el cual tampoco era un programa que brillara por inteligente o innovador; más bien, todo lo contrario.  Teniendo esto en mente, nunca imaginé a un Esteban Arce abrumadoramente derechoso y unilateral, cuyos juicios de valor (mismos que expresa con bríos y cólera apenas contenida) se tamizan por lo que está bien para la iglesia católica y lo que no está bien para la iglesia católica.

Hay que escuchar unos cuantos programas para darse cuenta que Arce tiene una misión: descalificar absolutamente  todo lo que a su reducido juicio vaya en contra de la iglesia y de lo que él entiende como  moral  católica.  Y hay que decirlo: lo hace bien, es un buen sayón que cabalga con la espada de “conmigo o en mi contra” desenvainada.

Esteban Arce es un totalitario en ciernes. Un aprendiz de fascista que se disfraza de  comunicador fresco y hasta popular, con chistes pésimos y los ya antes mencionados albures de cuarta. Toda la derecha cabe en su mundo, en su programa, incluso, para taparle un ojo al gato,  se permite una crítica blanda de vez en cuando, pero nada más.

Por el otro lado, todo lo que le huela a izquierda o socialdemocracia es corrupto y corruptor, mal habido, destinado al fracaso. Lo mismo le da criticar a legisladores del PRD, PT (los cuales, hay que decirlo, le dan mucho material) que descalificar como una porquería a un país entero como Canadá porque este le da asilo político  a  Napoléon Gómez Urrutia.  Para él no importa la pantomima hecha por el gobierno Federal en el caso de Florence Cazzes, él ya la estigmatizó: no hay dos banquetas en la calle, no hay otra versión válida, ni posible defensa para la mujer.  

Pero dentro de todas estas linduras, hay dos palabras que enervan al supuesto comunicador: comunista y homosexual. Tales son sus fobias (netamente católicas de la mitad del siglo pasado) que una supuesta homosexualidad de Barack Obama, así como su asociación a logias secretas como los Iluminatti, son suficientes para decir que Mitt Romney habría sido un mejor presidente para los Estados Unidos y una mejor opción para la comunidad latina.  Y claro que se empapa del tema, Esteban Arce tiene todo un equipo como él, de ultraderecha, que se encarga de refrendar sus palabras en cada programa.

Otro ejemplo: en YouTube se puede ver un video donde mientras uno de sus colaboradores le da un punto a favor a José Saramago, Esteban Arce lo descalifica por ser un comunista. En el video se muestra como Arce se cierra a cualquier argumento posible que eleve un poco la figura del gran escritor luso. En cierto momento parece darse cuenta de estarse mostrando cual intolerante es, y cede un poco: <<Escribe bien>>, dice, y uno se pregunta cómo alguien que apenas si escribe puede criticar a otro que no sólo ha hecho de la escritura su vida sino que   la ha llevado niveles altísimos (y no sólo por El evangelio según Jesucristo o Caín, libros que, seguramente, Esteban Arce no ha leído pero detesta por igual, sino por toda la obra de Saramago).

En contraparte, por supuesto, todo lo que hable bien de la iglesia católica, así sea la presentación de una red social para rezar unos por otros, o alguna nota de algún sacerdote amigo suyo, es digno de mención. Dijo en una emisión, refiriéndose a la iglesia católica: <<… No han podido acabar con ella, ni los romanos ni el comunismo, nadie en dos mil años…>>.  Lo que Arce no ve es que no se necesita una fuerza exterior; la iglesia católica está acabando con ella misma, por dentro.

Es fácil imaginarse a Esteban Arce en otra vida, en siglos pasados, un Torquemada de pueblo,  gritando iracundo, pidiendo fuego o la horca para el pecador  (mujeres u hombres de ciencia, en buena parte), dando gracias al cielo por la santa inquisición.

Claro que es su espacio informativo, y puede hacer en el lo que quiera. Seguramente debe tener una audiencia ansiosa de escucharlo, que lo ven como un líder o un guía. Qué bien, que lo  siga haciendo.  El chiste es que cada quien pueda expresarse con libertad, aunque desde esa libertad  haya quienes se alcen como voceros de la verdad universal y descalifiquen a quienes no piensan como ellos. Depende de cada uno tomar con lucidez los comentarios (sean de derecha o izquierda, ambos extremos y ambos “ultras” han llevado a la humanidad a cruentas guerras), aunque eso sí:  es igual de peligroso alborotar al pueblo desde una tribuna de radio que desde la plaza de la Constitución.


Hay que tomar las cosas  de quien vienen, y  con cambiar la estación o apagar el radio lo dejo ejercer su derecho a expresarse y, de paso, yo ejerzo mi derecho a escuchar algo mejor. 

lunes, 12 de noviembre de 2012



Hay ciertos placeres que la modernidad nunca podrá darnos. Aunque aparentemente, Internet  está devorando el mercado editorial y los agoreros del desastre babean con el supuesto final del la era Gutenberg, lo cierto es que pocas cosas  pueden compararse con entrar a una librería de viejo.  Hay una promesa de aventura en esas bodegas donde el polvo y la humedad dan la bienvenida apenas se cruza la entrada.

Llevo años yendo a la librería Los hijos de Sánchez, que está sobre la 3 sur, entre la 7 y la 9 poniente (antes estaba en la 4 sur, entre la 9 y la 11 oriente). Caí ahí cuando la falta de trabajo y el hambre me obligaron a ordeñar mi  biblioteca (¿quién dice que los libros no dan de comer?); después, cuando comencé a pulir lecturas, regresé con varios libros que me retribuían un costo mínimo en comparación con el precio original. Actualmente voy cuando hago purga de tal o cual libro que no me gustó o que, en definitiva, ya no pienso leer.

Pero lo mejor es cuando voy por el simple deseo de ser encontrado por ese libro que llevo años buscando, algún descatalogado o una edición  vieja de un ejemplar que ya poseo.  Me pasó apenas con una novela de Emilio Carballido  que en la mayoría de las librerías comerciales está arriba de $100; en Los hijos de Sánchez lo encontré en la colección Volador, de Joaquín Mortiz, por $40. Sus páginas amarillean, huele a viejo y tiene rastros de sus antiguos dueños. En otra ocasión me topé con una edición vieja de Carrie; tanto que Stepehen King todavía no alcanzaba la fama y, como dice en la solapa, daba clases en una escuela de Maine.



Otra ventaja es que siempre están en temporada de rebajas; incluso los títulos nuevos tienen un precio que muchas veces hacen preguntarse por qué nadie se ha dado  cuenta de semejante ganga. Pero lo mejor no está en el apartado de novedades, sino en la mesa central: ahí, formados en varias filas, se mezclan clásicos con best sellers. Igual se puede topar con el último Harry Potter que con una edición viejísima de El velo pintado de Somerset Maugham, o algún libro de Vázquez Montalbán imposible de encontrar en los catálogos en línea de las librerías nacionales.

Un poco más al fondo, en otra larga mesa atiborrada, está la sección para exigentes: libros en inglés o alemán, la mayoría en ediciones de bolsillo manoseadísimas, con los lomos llenos de estrías. También están las especialidades: física, química, medicina, matemáticas. Da cierta nostalgia encontrarse con esos libros de informática que en algún punto de la juventud fueron lo último de lo último: Cómo usar dBase III plus, Manual de usuario de Windows 95, Programación Pascal, Cómo programar en C y C++ (dinosaurios prematuros de la editorial McGraw Hill que el abrumador avance de la tecnología se encargó de descontinuar incluso antes de los productos sobre los que versaban).

Siempre hay una novedad, un descubrimiento afortunado, una sorpresa esperándonos entre las filas y columnas de libros viejos. Libros que han pasados por cualquier cantidad de manos y que esperan a ser encontrados. Es la búsqueda del tesoro, la promesa de aventura, del placer que la modernidad todavía no puede darnos.    

sábado, 11 de agosto de 2012


Paliativo
(Al pueblo pan y circo)

−Aparecieron más muertos por el narcotráfico.
−No importa, ¡ganó la selección mexicana!

−El conflicto electoral todavía no se soluciona.
−No importa, ¡ganó la selección mexicana!

−Ya viene otro gasolinazo.
−No importa, ¡ganó la selección mexicana!

−Siguen los problemas con tu esposa
−No importa, ¡ganó la selección mexicana!

−Tu sueldo no te alcanza para maldita la cosa
−No importa, ¡ganó la selección mexicana!

−Tus jefes buscan la manera de correrte
−No importa, ¡ganó la selección mexicana!

−Las deudas te están comiendo
−No importa, ¡ganó la selección mexicana!

−Los políticos siguen vejando al país
−No importa, ¡ganó la selección mexicana!

−El nuevo gobierno comenzó ya con actos de censura a la libertad de expresión.
−No importa, ¡ganó la selección mexicana!

−Lydia Cacho tiene que irse del país por amenazas y el gobierno no hace nada.
−No importa, ¡ganó la selección mexicana!

−La trata de personas  sigue creciendo en el país.
−No importa, ¡ganó la selección mexicana!

−Mujeres asesinadas, violadas, secuestradas.
−No importa, ¡ganó la selección mexicana!


Y así…

domingo, 5 de agosto de 2012


Por el Bulevar de los sueños rotos
(Joaquín Sabina)

En el bulevar de los sueños rotos
vive una dama de poncho rojo,
pelo de plata y carne morena.                                       Chavela Vargas (1919 -2012)

Mestiza ardiente de lengua libre,
gata valiente de piel de tigre
con voz de rayo de luna llena.

Por el bulevar de los sueños rotos

pasan de largo los terremotos
y hay un tequila por cada duda.
Cuando Agustín se sienta al piano
Diego Rivera, lápiz en mano,
dibuja a Frida Kahlo desnuda.

Se escapó de cárcel de amor,

de un delirio de alcohol,
de mil noches en vela.
Se dejó el corazón en Madrid
¡quien supiera reír
como llora Chavela!

Por el bulevar de los sueños rotos

desconsolados van los devotos
de San Antonio pidiendo besos
Ponme la mano aquí Macorina
rezan tus fieles por las cantinas,
Paloma Negra de los excesos.

Por el bulevar de los sueños rotos

moja una lágrima antiguas fotos
y una canción se burla del miedo.
Las amarguras no son amargas
cuando las canta Chavela Vargas
y las escribe un tal José Alfredo.

Las amarguras no son amargas
cuando las canta Chavela Vargas
y las escribe un tal José Alfredo.
Por el boulevar de los sueños rotos…


martes, 31 de julio de 2012


The Dark Knight Rises.
De la luz a las sombras y, finalmente, a la luz.



Después de The Dark Knight, la expectativa por lo que sería la última parte de la trilogía del llamado Batman “realista” se disparó. Y no era para menos. The Dark knight no sólo es el punto más alto del arco argumental escrito y dirigido por Christopher Nolan: vista de manera independiente, es una de las más grandes películas de la historia del cine; no solo por el magistral villano (un Joker capaz de decirle “why so serious?” a Hannibal Lecter) sino por la obra en su conjunto: producción impecable, actuaciones inmejorables,  de ésas que hacen que se olviden los nombres reales de los actores1, un guión que amarra y aprieta justo donde debe, y el tratamiento del Mal (recordar las palabras de Alfred cuando le explica las razones del Joker) como complemento del Bien; y de  la demencia como generadora de ambos (de nuevo el Joker, divertido y al punto del éxtasis,  diciéndole a Batman: “You complete… me” o sugiriendo que ambos podrían compartir una celda en Arkham).  

Esto no convierte a The dark knight rises en una mala película, todo lo contrario: es el perfecto broche de oro, la conclusión exacta  de la trilogía que deja al caballero oscuro en cuotas altísimas  (logro que vale por cinco, o más,  en un tiempo donde los héroes de DC simple y sencillamente no pueden con los de Marvel2) y a su director como uno de los  más grandes de su generación3



 Al igual que con su antecesora, The Dark Knight Rises comienza con un prólogo donde se nos presenta a Bane, el líder terrorista que se encargará de acabar con los años de paz en Gotham. Y uno puede imaginarse lo que se avecina, pues la sola  presencia del villano irradia violencia, impone: la máscara, el tono de voz, todo anuncia una brutalidad sin límites,  contenida para el momento indicado. 

Han  pasado ocho años después de la muerte de Harvey Dent, y la instauración de una ley  con su apellido  permitió controlar al crimen organizado  y establecer una época dorada en la ciudad. Ya nadie necesita a Batman.  Pero Jim Gordon vive su propio infierno, quiere decir la verdad acerca del ícono caído de Gotham y de su supuesto asesino. Y no puede, la población, decide, no está lista. Bruce Wayne vive encerrado en una de las alas de su mansión, deprimido y lisiado (ser un héroe sin súper poderes pasa una cruel factura); además, está muy cerca de la quiebra por apostar en un proyecto de energía limpia con alto riesgo, y que está por costarle los restos de su empresa.

Y en este tinglado de tramas, que no abruman porque Nolan sabe cómo llevarlas sobre un mismo hilo argumental, aparece una hábil ladrona para cuyo ingenio no hay caja fuerte que se le resista: Selina Kyle, la quinta encarnación de  Gatúbela (estaríamos bien con cuatro, si pudiéramos olvidar la de Halle Berry4), aunque una de las virtudes del guión es que nunca se le llama por ese nombre. Selina será, en buena medida, el denotante de los hechos, y quien lleve a Batman hacia su  mortal enfrentamiento con Bane.



La incoporación de Anne Hathaway al elenco en el papel de Gatúbela generó críticas desde muy al principio.  A muy pocos fans de la trilogía y del personaje no les pareció que  una actriz salida de las filas de la casa Disney  fuera la predecesora de Michelle Pfeiffer.  La mayoría de esas críticas se concentraron en su papel “ligero” en  El diablo viste a la moda, ignorando actuaciones de mayor calibre, como en  La boda de Raquel o Brokeback Mountain.  Pero la actriz neoyorkina tapó bocas e hizo morder lenguas.  Tan sólo en los primeros minutos de aparecer, cuando con un simple movimiento facial cambia su gesto de tímida e inocente empleada por el de mujer fatal, hace pensar en que aquello va a ser distinto, y así es. La Gatúbela de Hathaway  se despega de la Pfeiffer desde el primer momento,  y durante todo el filme  la calidad de la actriz barre con toda duda, adueñándose del personaje.






El resto de las actuaciones no decepciona, quizás es la más humana de Christian Bale  (con toda razón,  pues esta es la película de Bruce Wayne). Tom Hardy, irreconocible de su otra participación con Nolan en El origen, es creíble como ese villano que pone los nervios de punta.  Joseph Gordon Levitt es el punto de balance, el único personaje con la ideología limpia, creyente, tras el derrumbre moral de Jim Gordon. Quizás la única actuación dudosa sea la de Marion Cotillard, aunque esto puede deberse al perfil de su personaje (entrar en más detalles es caer en la polémica zona de los spoilers). Digno de mencionarse es el hecho de que Nolan evita de una manera elegante los momentos sobrados de violencia; ya los ha insinuado y no hay motivo  para mostrarlos de manera gráfica: una toma alejada y un movimiento brusco para imaginar el sonido de un cuello trozándose; otra cerrada en la que sólo vemos el resplandor tras el disparo de un arma de fuego.  Suficiente, y con esa misma elegancia, digamos  inglesa, los últimos minutos de la película están divididos magistralmente entre Alfred, Jim Gordon y John Blake.


Fuera planeada o no, la trilogía de Christopher Nolan nos presenta tres momentos clave del personaje: Batman begins es, efectivamente, el inicio, el hundimiento de Bruce Wayne en las sombras para surgir como Batman. The Dark Knight es la parte más oscura, donde Bruce Wayne está doblegado por Batman, casi no existe y cerca está de desaparecer y, claro, el principio de la decadencia. Dark Knigth Rises es el ascenso a la luz, Bruce Wayne tiene que resurgir como Batman por el bien de Gotham (hay más luz en Begins y Rises que en todo Dark Knight).


El ciclo está cerrado, y aunque Nolan deja el hilo al aire no habrá, al menos de su parte, una película más del  personaje (dudoso que el reparto de las tres participe en un hipotético cuarto capítulo). Y está bien. Desde el Batman de Tim Burton, pasaron 16 años  para que el mito del Caballero Oscuro tuviera una renovación digna. Ahora sólo esperemos que en los próximos años no aparezca un aprendiz de Joel Schumacher.   




1.       Aunque Michael Caine siempre será Miachel Caine, y Gary Oldman siempre será Gary Oldman

2.       Hay que ver sólo las cifras y la aceptación de personajes por separado (Ironman, Hulk, Thor, el capitán América) o todos juntos, en Avengers. Ni la triste Linterna Verde  ni la versión paternal de Superman  han podido con ellos.

3.       Más allá de ésta trilogía, en su haber el director británico tiene una  serie de películas espléndidas que se tienen que ver: Memento, Insomnia, El gran truco, El origen.

4.       Y si a olvidar vamos , podemos hacerlo también con George Clooney como Batman  y Val Kilmer como Batman y Alicia Silverstone como Batichica y  Jim Carrey como el Acertijo… Y sí, por favor, también  olvidémonos del  batiwist.




martes, 10 de julio de 2012



Hey, ustedes que están allá abajo,  vean mi pistolota
 (sólo eso porque mis huevos ni siquiera yo los alcanzo a ver). 


A primera vista la imagen podría ser el afiche de cualquier película de acción: héroe con playera blanca entallada, peinado a la moda y lentes oscuros, cortando cartucho, listo a disparar mientras la damisela, detrás de él, ríe.  ¿Está riendo? ¿Pero de qué se ríe, que no se trata de una cinta de acción con tiros y persecución y toda la parafernalia?  No, nada más alejado de la ficción y tan absurdamente cerca de nuestra realidad.

La imagen  corresponde a un joven priista de Xalapa, Veracruz, cuyo nombre ni siquiera vale la pena anotar, listo para apuntar con su arma (portada sin permiso) a un grupo de manifestantes  (anti - Peña Nieto)que marchaba por una de las avenidas principales de la ciudad. Si uno vuelve a mirar la imagen, sabiendo lo que ahora se sabe,  se vienen encima un raudal de preguntas: ¿está loco?,  ¿disparó?, ¿hay heridos?... ¿por qué la risa estúpida de la estúpida damisela, en dónde coños le encuentra lo divertido, la muy estúpida?

Lo realmente divertido debió ser la manera en que el joven  se fue a esconder al baño del restaurante (a lo mejor piensa  hacer carrera política), o quizá cuando lo sacaron por la fuerza y hasta los pantalones perdió en la trifulca. Claro, lo que no será divertido cuando, tras módica fianza, el junior  (¡oh detalle!) sea liberado. 

Esa imagen, como muchas otras, refleja la degradación de una sociedad donde da lo mismo ser  un petimetre al cual papi le permite usar un arma y amenazar a un grupo de personas (aquí no importa ni el partido ni el candidato ni el resultado de la elección) que no piensan como él o un sicario acatando órdenes. Pero he  aquí unas diferencias: el sayón obedece y no se escuda a metros de distancia para hacer su amenaza, y claro, tampoco amenaza,  ejecuta y sabe que en una de tantas puede terminar con una bala entre los ojos; el junior en cuestión no sólo está envalentonado por el arma, el alcohol  y la distancia entre él y los manifestantes, también sabe que por ser quién es saldrá bien librado de su numerito. 



Aquí la nota en el diario Sin embargo:

miércoles, 30 de mayo de 2012


¡Aplausos!

Todos voltearon a verlo y la idea, para qué negarlo,  hizo eco en varias cabezas, casi se pudo escuchar,  pero  por breves segundos nadie  la concretó. Y no tenía por qué ser,  finalmente.  Si sólo es el jefe del changarro.  Pero comenzó: la junta de trabajo, de por sí un acto de zalamería desvergonzado, tenía que venir  con cereza del pastel: un aplauso.

<<¿Aplausos? ¿En serio?>>, pensé.  Are you fucking kiddin´ me, right? Pero no. Tras las primeras palmas siguieron  otras más. La borregada baló con las manos, fuerte, mientras el recién llegado agradecía con aires de falsa modestia la deferencia.  ¿Le aplauden porque llegó tarde a la junta que él tenía que presidir?, me pregunté y a mi mente regresaron  las muecas de todas las  personas a las que por angas o mangas he hecho esperar en mi vida: mujeres, amigos, familia, entrevistadores de trabajo, profesores en la universidad.  Nunca nadie me aplaudió por llegar tarde.  Una de mis maestras de cálculo ni siquiera levantaba la mirada, sólo movía la cabeza de lado a lado para indicarme que ya no podía entrar a la clase; eso en el mejor de los casos, otras veces, cuando estaba de buenas, hacía girar su dedo índice para luego señalar la salida. Otras tantas me reventaba el sermón  del por qué era una falta de respeto llegar tarde… Y sí: ni te acomodes en tu asiento, salte del salón y mañana regresas con el tema de hoy al dedillo; si no, no entras.

¿Merecía el aplauso? No, claro que no.  Miré a mis lados para fijarme en los ejecutantes: subdirectores para los cuales el difícil arte de lamer patas es un oficio  dominado,  subordinados que querían ser vistos por el jefe de jefes mientras le  aplaudían con bríos y emoción, invitados que debieron pensar que la figura recién entrada en la sala de juntas merecía el aplauso. Y los peores: los que aplaudieron porque los demás aplaudían.

¿Qué merece ser aplaudido?  El  Kind of blue,  de Miles Davis; un solo de guitarra de Hendrix o de Clapton;  la sinfonía 29 de Mozart;  Los amorosos, de Jaime Sabines; Casablanca o El ciudadano Kane. ¿Quién merece ser aplaudido?  Nelson Mandela, José Saramago, Yoani Sánchez,  Claus von Stauffenberg y todos los participantes en la Operación Valquiria, y un larguísimo etcétera.

Aplausos pues, pero no a cualquiera sino a quien  lo merezca. 

martes, 22 de mayo de 2012




Cristiada: La historia de México que te quisieron contar.



Alguna vez, en uno de sus polémicos comentarios, Joaquín Sabina declaró que debería existir la pena de muerte para  aquellos grupos españoles que cantan en inglés. Claro que esto no es más que un exabrupto del genio de Úbeda, una manera exagerada para expresar su inconformidad por aquellos cantantes hispanos que, estando en todos su derecho, usan un idioma extranjero para expresarse. Y es que se puede o no estar de acuerdo cuando se usa  el idioma global para tratar temas locales; lo que no se puede negar es que es rara la sensación de escuchar en inglés algo que, supuestamente,  debería estar en español.


Esto ocurre muy al incio con Cristiada, película del 2012 dirigida por Dean Wright que aborda el tema de la guerra cristera, ocurrida en México entre 1926 y 1929. La sensación de ver a un acartonado Peter O´Toole (que más bien parece Chabela Vargas con sotana) mezclando  inglés y español es  la misma  cuando se escucha a la Frida de Salma Hayek diciéndole a Diego Rivera: “eat your mole, panzón”: algo no cuadra, está fuera de lugar. Pero el terrible espanglish de los personajes de Cristiada es el menor de sus males. 



Promocionada como “la historia de México que  te quisieron ocultar”, la cinta (la de mayor presupuesto hasta la fecha en la historia del cine nacional) nos despliega a un México convulsionado por la Ley Calles: federales prohíben las celebraciones religiosas y el grupo que más adelante sería conocido como los cristeros se organizan para boicotear la orden de uno de los presidentes más autoritarios de la historia de México.  El campo histórico es fértil; Graham Greene lo sabía. Sin embargo, Michael Love prefirió escribir un producto de fácil consumo nacional (en inglés, of course), una telenovela  de más de dos horas y media, complaciente y sin riesgos que convierte personajes históricos en clichés. 


Andy García interpreta al general retirado    Enrique Gorostieta Velarde     que tras un sutancioso contrato (sustancioso para esos días, actualmente se pueden contratar sicarios por menos) decide dirigir a las hordas cristeras.  Se nos presenta como un estratega único,   cuyas brillantes referencias son haber vencido a Zapata (¿habrá sido el primero o el último en dispararle en Chinameca?) y la otra,   oscura para ser incluida en un currículum de cualquiera,  pelear al lado del nefando Victoriano Huerta. El personaje de Wright y Love es una mezcla entre Pancho Villa, George Patton y cualquiera de los hermanos Almada: nunca se quita los guantes, ni se despeina ni le crece el bigote;  tan pulcro que vuelve al “Rubio” de Clint Eastwood, además de  bandolero, un pordiosero sucio y maloliente.  


Porque la interpretación de García es eso: un vaquero del viejo oeste de finos modales impostado en el México post revolucionario. Escucharlo hablar de libertad hace pensar más en un producto made in USA que en el derecho natural de cualquier hombre o mujer a profesar la creencia religiosa que le venga en gana (será por los tiempos o por la calidad en la interpretación, pero esto no pasa hacia el final de Breaveheart, con el grito agónico del William Wallace interpretado por Mel Gibson). Eva Longoria, por otro lado, la esposa deseseprada del general    Gorostieta, tiene más presencia en el cartel promocional que en la película en sí. Y  su actuación de mujer  abnegada y sumisa es casi tan buena como las pocas palabras que suelta en español. 


El resto del casting, el nacional, tiene al menos la particularidad de que su inglés es más aceptable que el español de la pareja protagonista, aunque no por esto  deja de dar risa la dramática actuación de Karyme Lozano a la hora de la muerte de su hijo. O el descafeinado Plutarco Elías Calles, interpretado por Rubén Blades, quien más parece un político de quinta por sus intrigas de cuarta  que un militar emanado de la revolución, enérgico y prepotente. 


Y hacia el final, el principal mal de Cristiada  es ser una obra maniquea de cabo a rabo. Director y guionista se conformaron con la historia oficial, de blanco y negro, cayendo en el mismo error de los escritores y directores de culebrones nacionales: dejaron fuera los grises de una historia donde, ¿quién se atreve a negarlo?, hasta los santos fueron pecadores y los pecadores llegaron a ser santos.  Los buenos creen en Dios, y es por esto que, incluso,  faltan al quinto mandamiento de la misma fe que les está prohibida.  Los malos no creen en Dios, sino en las órdenes de su presidente.  Los buenos tienen garantizado el cielo porque no importa si queman un tren con inocentes o disparan a mansalva, al fin y al cabo  tienen a Dios de su lado (Torquemada asentiría gustoso esta tesis). Los malos tienen garantizado el infierno no sólo porque matan a los buenos, sino porque son  tan malos como cualquier personaje interpretado por Carlos López Moctezuma. 


Director y guionista debieron basarse, como míninmo, en  El poder y la gloria; no por la historia sino por el desarrollo del personaje y sus conflictos internos, y quizás con esto volver más creíble a un personaje como el cura guerrillero. Como película histórica, Cristiada es un buen chilli  western. Sus tomas de los desiertos mexicanos donde se resguardan los héroes  recuerdan a esos otros desplazamientos largos  de El gran Cañón en  Young guns I y II.  Lo mismo ocurre con los enfrentamientos y las emboscadas (qué más clásico que el villano resguardado tras una piedra, viendo avanzar al contingente de héroes, esperando, listo para disparar).  El único logro considerable de la película es, quizás, el personaje del “El catorce” Ramírez, el antihéroe de la película que, no obstante, no es sobrepeso suficiente para  la bonhomía de Gorostieta.   


Cristiada  no es una película reveladora; ni siquiera porque desempolve una parte de la historia nacional poco conocida. Es una obra a gusto que se  promociona al final de las homilías dominicales, y que, además,   cae en el rubro de filmes poco fiables,  como la Frida de Salma Hayek o el Zapata  de Alfonso Aráu, que, para fortuna de Cristiada, sigue siendo todavía, y por mucho, la peor.